Home » Utilidades Juridicas » Cuentos Cortos » De mala sombra

De mala sombra

contratos

De mala sombra

J. R. M. Ávila

 

Mamá nos dijo siempre: No se metan a su sombra, porque es mala. Y la verdad no entendí cómo no lo cortaban. Lo contemplaba con miedo, con mucho miedo, desde la ventana. Como si de repente fuera a desenraizarse y a caminar hasta donde yo estaba. Nunca me acostumbré a él y no me acercaba ni por error. Así jugáramos por el patio trasero, la ruta se alejaba siempre de su sombra.

Sabía que los gatos y los perros se ponían furiosos cuando alguien los molestaba, pero el árbol se miraba inerme. Alguna vez, para probarme a mí misma que era inofensivo, le arrojé piedras y nada sucedió. Mentiras, pensé, y dejé de molestarlo. Nada más a los grandes se les podían ocurrir esos cuentos.

Mamá insistía en que un rato bajo su sombra bastaba para que doliera la cabeza. Y si una se pasaba más rato ahí, se enfermaba y podía llegar a morir. No le creí, pero por nada del mundo hubiera entrado en aquella sombra. Lástima. Tan fresca como se veía y no aprovecharla. Ni los animales se atrevían. La evitaban como si presintieran su mala entraña. Eso al menos decía mamá. Y remataba: Las niñas bonitas deben obedecer. Yo corría a mirarme en el espejo y me quedaba ahí, intentando afear mi cara, haciendo guiños y gestos; pero después de muchos intentos, seguía creyéndome bonita y, claro, obligada a obedecer.

Debo haber estado en sexto grado cuando descubrí que la sombra del árbol no siempre era tan negra. Miré hacia su copa y encontré menos hojas: ¿Se estaría quedando calvo? Bien podía ser, pero no me lo explicaba. Supe por papá que el otoño marchitaba las hojas de los árboles y, ya muertas, las hacía caer al suelo. Pasé días observando cómo sucedía. Desde la ventana escuchaba el crujido y seguía con la mirada el vuelo obligado de la hoja hasta que caía al pie del árbol, y a veces lejos de él, dependiendo del viento en ese instante. Debe haber sido por ese tiempo cuando descubrí también que el otoño partía los labios y debían untarse con crema o con algún tipo de cebo.

De repente se me ocurrió, mientras seguía la caída de una de las hojas, que no sólo el árbol tenía sombra. Lo comprobé en la siguiente hoja que se le desprendió. Cayó y cayó para posarse finalmente sobre la sombra que le marcaba el lugar en que debía hacerlo. Sí: las hojas también tenían sombra. Aquello fue como una anunciación. Y supuse además que su sombra poseía el mismo don que mamá tanto pregonaba del árbol.

Sólo un momento me quedé pensándolo. Corrí hacia el árbol y me detuve al borde de su sombra. Esperé hasta escuchar el crujido de una hoja al desprenderse. No tardó mucho: cayó muerta casi frente a mí. Me incliné para recogerla con un temblor, con una emoción incontenible. La retuve entre el índice y el pulgar de mi mano derecha, lejos de mí. No quería enfermarme con su sombra. Mientras más lejos de mí, mejor.

Sentí mis labios resecos y pasé mi lengua por ellos. El sol y el viento me los resecaron de nuevo, pero ya no volví a acordarme de humedecerlos. Porque entonces descubrí, dos pasos más allá, algo moviéndose a ras del suelo. Una hormiga que tan pronto avanzaba como se detenía. Como si anduviera perdida. Y entonces me acerqué a ella, levanté la hoja y le tapé el sol. No pareció advertirlo, siguió caminando, buscando, avanzando, hasta que se detuvo. Las patas se le doblaron y se acostó despacio, como si tuviera sueño. Pero el sol se ocultó encima de mí y el miedo me hizo huir. Arrojé la hoja y me refugié en la casa. Me oculté asomándome hacia arriba, temiendo descubrir un gigante tapándome el sol con una enorme hoja. Y nada. Sólo algunas nubes en el cielo. Al poco tiempo, el viento las arrastró y el sol alumbró de nuevo.

Volví a salir con las manos vacías. Esperé el crujido y la caída de otra hoja y, con su sombra en la mano de la mía, busqué a la hormiga. Caminé y busqué hasta que me dolió la espalda de tanto andar inclinada. Me di por vencida y me enderecé en el momento en que una racha de viento me levantó el vestido. De nada sirvió que lo sujetara con las manos: mis piernas quedaron al descubierto por más tiempo del que yo hubiera deseado. Varias voces me dejaron saber que no sólo yo me había dado cuenta de lo sucedido. Eran tres muchachos. Gritaban, reían, se burlaban.

Los miré con coraje, con ganas de ser más fuerte y grande que ellos, con ganas de ser hombre para darles un escarmiento. Maldije al viento en lugar de maldecirlos a ellos. No supe cómo, pero los enfrenté con tal decisión que huyeron sin dejar de burlarse. Quedé con los dientes y los puños apretados de rabia. Y cuando me di cuenta de que la hoja estaba deshecha en mi mano, un cosquilleo recorrió todos los rincones del cuerpo en los que se siente miedo cuando una es niña. Los restos de la hoja en el suelo lo acentuaban.

El recuerdo de la hoja permanecía en la palma de mi mano. Me dolía de tanto frotarla. Y el miedo no desaparecía. A lo lejos vi la pila donde las vacas calmaban su sed. Corrí hasta ella y hundí mis manos en su agua revuelta. Poco a poco la molestia desapareció. Las saqué y dejé que el viento se encargara de secarlas. No quería que quedaran restos, huellas de la hoja sobre mi vestido.

Recordaba aún los gritos burlones a cada paso que daba. El coraje se me confundía con la vergüenza. Me hubiera gustado sacarles los ojos para que nadie les creyera. Eran muchachos que venían de lejos a matar liebres, con huleras siempre listas, con piedras a punto de dispararse. Aunque no los conocía, no se me quitaba la vergüenza de que me hubieran visto casi desnuda. Ya no se veían. Irían lejos, entre el monte. Ojalá no encontraran ni una liebre, que se les espantaran todas.

El crujido de otra hoja me hizo levantar la mirada. Voló directa a mi mano. Era más grande que las otras. Olvidé las burlas y el miedo y, armada con ella, me fui en busca de una hormiga. No encontré ninguna. Entonces recordé que mamá quería acabar con un hormiguero. Había señalado el lugar en que estaba, por el rumbo de los sembradíos. Y hacia allá me dirigí.

Busqué con cautela. No quería encontrarme con animales ponzoñosos. Sólo hormigas. Y si era el hormiguero, mejor. Así no tendría que buscar más. Pero me detuve. Una hoja no era arma suficiente. Regresé y esperé nuevas caídas de hojas. No me conformé hasta que tuve siete en mis manos. Las llevé con mucho cuidado, para que sus sombras no tocaran a la mía.

No fue difícil dar con el hormiguero. Descubrí una vereda de hormigas y le corté el paso con la sombra de una hoja. Las hormigas pasaban rápido y nada les sucedía. Sacudí la hoja. Tal vez se había agotado su poder. Pero ya no obstruí el paso por la vereda. Hice lo mismo que con la primera hormiga. Escogí una y le tapé el sol con la hoja. Poco a poco la hormiga se debilitó, se adormeció, se acomodó como para morir. Y al pensarlo, asustada, retiré la sombra y esperé.

El sol le dio de lleno y la hormiga recuperó fuerzas, aunque no parecía estar bien. Caminaba sin rumbo, parecía tropezar, trastabillaba. Así anduvo por un rato, hasta que al final regresó al hormiguero. Repetí el juego con otra y con muchas más. El mismo efecto en todas. Una de ellas ya no despertó. Quedó derrumbada, sin moverse, muerta. No dejaba de mirarla.

Algo dijo una voz a mis espaldas. Me volví y descubrí a uno de los tres. Sonreía descaradamente y tenía una manera de mirar muy rara. Nunca antes me habían mirado así. Sin decir nada, desabrochó su bragueta y sacó su miembro. Se veía duro, enorme, recto, apuntaba hacia mí. Dijo más cosas. No las recuerdo. Yo temblaba, quería huir, pero algo más fuerte que mi voluntad me detuvo. No podía apartar la mirada.

Se me acercó y no pude moverme. Se arrodilló y metió las manos bajo mi vestido. Me acarició las manos y las piernas. Me hizo sentir un cosquilleo que yo no conocía. Bajó mis calzones y me recostó poco a poco. Nunca supe por qué no me resistí. Dolía, pero era más grande el placer que el dolor. Entraba en mí, desgarraba, se hundía en mí una y otra vez, más rápido. De repente algo pareció desgarrársele también a él y derramó algo caliente adentro de mí. Después se me quitó de encima y quedó exhausto. Me toqué el sexo y mis manos regresaron ensangrentadas.

Cuando ya se iba, le pedí que esperara. Se detuvo, lo incité a recostarse en la tierra y le dije que cerrara los ojos. En aquel instante sentí madurar de niña a mujer. No supe cómo. Lo veía sonreír, burlarse y casi le ordené que no abriera los ojos. Y así, una tras otra, coloqué tres hojas sobre cada párpado. La séptima en la frente. La sonrisa se le borró despacio. Respiraba lento. Parecía estar durmiéndose. No sé cuánto duro aquello. Casi no respiraba cuando retiré las hojas.

Le dije que ya podía abrir los ojos. Lo hizo lentamente. Me miró con la mirada perdida, como si yo no estuviera ahí, mientras las hojas enrojecían en mis manos.

 

 {show access=”Registered”}

danwload

Loguearse para ver o descargar este item

Completar campos para enviar su solicitud.

×