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El carretero

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El carretero

Emilia Cortés Zaragoza

 

Desde que divisó una mancha en el horizonte había acelerado sus pasos tras de ella; ahora cada vez la veía más grande pues ya estaba bastante cerca. Hacía rato que estaba viendo la silueta de un hombre caminando. Levaba éste descuidadamente unas riendas a las cuales estaba atado un mulo de color siena. Cuando se acercó Óscar deceleró su marcha, iba recuperando el ritmo de su respiración. Pretendió acompasar sus pasos a los del arriero, el cuál en ningún momento accedió a los deseos de Óscar, pero lo miró y viendo las dificultades del chico se detuvo. Para ello tiró con fuerza de las riendas, al tiempo que lanzaba el característico grito: ¡SOOO BURRO!

Desde la correa que le sujetaba el pantalón colgaba un trapo, el cual empleó para secarse el sudor que le resbalaba por la cara. Un diferente color aparecía en su piel. El polvo del camino estaba acumulado en su cara y al pasar el trapo, – en realidad era un pañuelo grande- éste se apoderaba de la suciedad y su frente se quedaba dibujada en dos tonalidades diferentes: donde había pasado el trapo estaba más clara que el resto. Lo mismo sucedía con las mejillas. Volvió a introducir el trapo donde lo había sacado y preguntó a Óscar:

– ¿Dónde vas chaval?

Óscar levantó su mirada. La corpulencia del carretero era desmesurada y se fijó antes de contestar en un rostro en el que predominaba un pelo hirsuto y largo después de varios días sin afeitar:

– Voy a Rebeca, no sé si éste es el camino. ¿Lo sabe usted?

– Sí, – respondió el hombre-, sube, te llevo.

Fue hacia la parte trasera del carro y apoyando las manos en el bastidor, empleó éste y el empuje de sus pies para elevar su cuerpo e introducirse en el interior del carro, donde se sentó sobre una caja vacía de alguna bebida refrescante cuyo nombre ya había sido borrado por el tiempo y por el sol. Observó alrededor y se presentaban ante él diferentes objetos: varias cuerdas y maderas, libros y diversas revistas, botellas… etc. Le llamó la atención un violín que sólo tenía dos cuerdas, y los restos de las otras dos se enroscaban en dos pequeños pivotes ensartados en el mando de dicho violín. Restos de otros aparatos musicales se desperdigaban por el fondo del carro: tuvo que apartar algunos para acomodar sus pies.

Tras unos minutos de reanudada la marcha, Óscar oyó la voz del arriero cantar. No entendía la letra ya que ésta era una sucesión de alaridos cuyo significado sólo estaba en la mente del hombre. Se recostó en la desvencijada armadura del carro, y se dejó adormecer entre el traqueteo de éste y la voz pastosa del arriero. Durante más de una hora permaneció en esta posición, y empezó a parecerle la más alegre de las melodías que había escuchado nunca. Melancólicamente se trasladó al lugar de donde procedía y se turbó, pero no fue nada más que un momento de debilidad, la cual alejó de su mente. Se incorporó y se acercó al pescante.

– ¿Por qué canta usted?, preguntó al carretero.

El hombre se apartó un poco y dejó sitio para que Óscar se sentara a su lado. Así lo hizo éste; antes tuvo que apartar un saco de arpillera que encontró en el asiento.

– ¿Por qué canto?, curiosa pregunta… yo ya me lo he planteado miles de veces y no sé la respuesta. Hubo un tiempo en que me guiaba una frase que oía en mi pueblo: “el que canta su mal espanta”. Pero no. Mi mal no lo espanta nadie, ya que ya no hay nada capaz de herirme. Sencillamente me hace compañía, ¿te gusta?

Óscar no sabía la respuesta que necesitaba el hombre. Observó su mirada perdida en el horizonte y hacia allí dirigió la suya. Empezaban a vislumbrar las casas del pueblo al que se dirigían.

– Sí, me gusta… ¿Qué dice?

– Nada, sólo son sonidos que espantan mi soledad. Voces que me imagino que vienen del Cielo, y que los mismos ángeles me dedican. A veces cambio la tonalidad y me las envío desde el Infierno. No sé cuál me gusta más.

A Óscar comenzaban a inquietarle los sombríos pensamientos del arriero y pensó que desviando la conversación hacia un tema de su dominio, el camino se les haría más corto a ambos.

– ¿Está usted casado?, preguntó Óscar.

– Lo estuve – dijo-, tal vez aún lo esté. Me marche hace tiempo… mucho tiempo, – corroboró al tiempo que azuzaba al mulo para que acelerara el paso.

Éste se estremeció ligeramente al sentir la vara sobre su lomo, e inicio un leve trote. Un nuevo grito del conductor del carro sobresaltó a los árboles que había alrededor, y provocó que algunos pájaros que se hallaban encaramados en sus ramas, iniciaran una desbandada buscando el silencio de otras latitudes. Óscar lo siguió con la mirada: mantenían una formación casi simétrica. Se hallaban separados en dos grupos y mantuvieron un vuelo en paralelo durante muchos metros; al final desaparecieron en la lejanía y dejó de interesarse por ellos.

Desvió la mirada hacia el hombre esperando que siguiera contando algo de su vida, pero un mutismo casi absoluto se había apoderado de su rostro. La colilla que tenía prendida en sus labios fue despedida con violencia y cayó en el camino. A Óscar le sobrevino la certeza de que igual suerte había corrido su pasado. Quiso indagar en éste y se lo hizo saber al hombre, aunque disimulando sus verdaderas intenciones. Optó por hacer una pregunta banal para disimular la curiosidad que se había adueñado de él.

– ¿Cómo se llama?, – le preguntó.

Fijó su mirada en los pies de Óscar que colgaban desde el pescante, ya que el lugar que debería de ocupar el suelo se encontraba desguarnecido. Esta era otra de las costumbres que tenía, le gustaba mirar discurrir el suelo bajo sus pies; veía como durante unos segundos piedras de diferentes formas y tonalidades, alguna hierba, algún cartón que había formado la estructura de alguna caja, y que el viento, la lluvia y el paso de otros vehículos sobre ella, la habían deformado. En algunas de ellas se alcanzaba a ver impresas las letras que un día la vistieron de vanidad, pero que ahora permanecían humilladas sirviendo de alfombra en el paso de algunos animales como su “Mojama”, y vehículos de motor que la iban despojando de su color. Durante unos segundos las observaba en el camino, las veía acercarse y desaparecer cuando el mulo primero, y el carro después pasaban sobre ellas. En algunos de estos cartones aparecían marcadas las huellas que dejaban los vehículos, sin embargo, ya apenas se leían ya que empezaban a ser sepultados por el polvo.

– Gaspar, me llamo Gaspar, aunque hace tiempo me llamaban “Gaspi”, pero de eso ya…, cerró los ojos y cerró su pasado. Óscar comprendió que iba a ser imposible adentrarse en los secretos que envolvían al hombre, el cuál, introdujo la mano en un bolsillo de su chaqueta de la que extrajo un paquete de tabaco deformado. Sacó de éste un cigarrillo y se lo ofreció a Óscar. Éste lo rechazó ya que era un hábito que aún no había adquirido:

– No gracias, no fumo.

Gaspar encendió el cigarrillo con un mechero, por lo cuál tuvo que hacer pantalla con la otra mano y dejó las riendas en la mano de Óscar; éste se sintió protagonista en la vida de Gaspar, y le pidió que le transmitiera las razones que le impulsaban a realizar aquellos trayectos que él veía tan solitarios y tan tristes. Era un hombre que realmente había elegido su destino, y en estos momentos necesitaba comunicarse con el otro. Le estaba atacando la soledad.

– ¿Crees de verdad que mi vida es aburrida?, – preguntó a su vez Gaspar-, voy a describirte lo que me rodea, mejor voy a hacerte una comparación con la forma de vida que tú conoces. ¿Cambiarías tu techo por el mío?

Óscar se sorprendió por la pregunta:

¿De qué techo hablaba? Adivinó su desconcierto el carretero y señalando al cielo le indicó a qué se refería:

– Mira, no conozco mejor techo que éste, ni más extenso ni más acogedor, ni más leal. Me ampara su oscuridad en la noche. Me avisa cuando va a descargar agua, me calienta cuando tengo frío, y su claridad me despierta. Es suficiente para vencer su ataque de frío con un saco o con una simple manta. A veces me ha curtido tanto la piel que hasta incluso es innecesario cualquier tipo de abrigo. ¿Qué puedo desear? Saber lo que está pasando ha dejado de interesarme. Es una cuestión que hace mil años, me importó tal vez demasiado, pero ya no, he visto la imposibilidad que me asiste, no sólo a mí. Todos somos manejados por promesas que luego no se cumplen, y sin embargo vitoreamos a los líderes que nos engañan. Defendemos su verdad, una verdad que les ha sido predicada por alguien que vivió hace siglos y pese a eso mantiene su filosofía, que generación tras generación se ha ido transmitiendo.

Óscar empezaba a encontrarse desplazado. La elocuencia del arriero le estaba desarmando de sus propósitos de encauzar una conversación donde pudiera tener cabida su pensamiento, pero una vez más, quedaba demostrado el principio de tolerancia que le asistía. Estaba en los dominios del otro, y respetaba su preferencia a exponer sus opiniones, aunque desconocía a qué o a quién se refería.

– ¿Qué quiere decir?

Óscar se había apoderado de la vara que el otro había dejado en un orificio sin fondo, y apoyada en una pequeña horquilla que se encontraba levado sobre este agujero, y sujeta con un perfil en forma de T, al que estaba soldada dicha horquilla. Con ella rozó el lomo el mulo, a lo cuál fue respondido con un resoplido y con una nueva aceleración de la marcha. Gaspar le arrebató la vara y volvió a encajarla en su lugar. Acto seguido tensó las riendas para que el jumento aminorara la marcha y lanzó otra vez uno de sus característicos gritos: ¡SOOO! , el mulo aflojó su paso. Nuevamente al trote Gaspar reanudó la conversación con una nueva pregunta:

– ¿Qué crees que quiere decir la fábula de la cigarra y de la hormiga?

Óscar tenía una opinión sobre esto, y le interesaba más conocer el punto de vista del carretero, y por ello le preguntó si de verdad creía en fábulas, a pesar del tipo de vida que llevaba. Éste respondió:

– Sí… Bueno, me da igual. Ya no me planteo si es algún ejemplo de la realidad como me hicieron creer cuando era niño. También esto lo he dejado atrás ya que vivo más tranquilo así… Cuando era niño perdí a mi padre y hace dos meses volví a visitar su tumba, en el cementerio, ¿sabes?, donde lo enterré, donde lo metí bajo tierra. Su tumba ya no existía. Ya se había cumplido el plazo de estar allí, y como no fue adquirida en propiedad fue desalojada. De sus restos no he sabido nada, no he conseguido saber lo que ha pasado, y ¿sabes lo más curioso…?, ha dejado de importarme. Al menos me ayuda a convencerme de la inutilidad, sobre todo par ellos, de cruces, de lápidas y de oraciones. Dime…, ¿para qué quieren las flores?, ¿conoces algo más triste que ver marchitarse unas flores?, ¿palabras más perdidas que las oraciones?, hay quien dice que son un consuelo. Es posible, pero, ¿para quién? Es una muestra de hipocresía que silencia remordimientos y que acalla compromisos. Deja estos para fechas señaladas…

Hizo un receso en su monólogo y aspiro el cigarrillo, que acto seguido tiró al camino.

– Acudimos según los cánones establecidos a honrar a nuestros muertos, y yo me pregunto, ¿qué habíamos por ellos cuando estaban vivos, contamos con su silencio para resaltar aspectos desconocidos por mucha gente que queda sorprendida al saberlo; ¡ si yo lo hubiera sabido!, exclaman mucha de estas personas al conocer alguna cualidad del ausente, pero si lo hubiera sabido ¿qué? Es muy sencillo justificar hazañas que no son realizables y posiblemente nunca lo hubieran sido, pero fáciles de adquirir ya que nunca llegaran a plantearse seriamente. Siempre puede quedar impreso en el interlocutor que habíamos sentido la ausencia del otro.

Óscar se estaba quedando sin argumentos para hablar. Sólo deseaba llegar al pueblo cercano. En una señal metálica anclada en el suelo estaba escrita la distancia que faltaba para llegar a Rebeca, el pueblo al que se dirigían ambos; estaba deseando dejar la compañía del arriero, su conversación era ciertamente macabra y muy poco grata. Ya se veían con bastante claridad las primeras casas del pueblo. Un poco más alejado se divisaba un tropel de edificaciones elevadas entre las que destacaba una más elevada, supuso que sería el campanario de la iglesia, era un pueblo parecido al suyo. Gaspar sabiendo que tenía al lado a alguien que por fuerza tenía que escucharle, reanudó su cháchara

– La comida no me preocupa, en todo el camino que llevo recorrido nunca me ha faltado. Hay árboles que me dan fruta, y otros a los que se la robo a cambio de alguna amenaza de los labradores que la vigilan. Mis oídos están sordos ante estos alaridos dichos de manera desaforada y con el único propósito de amedrentar mi resolución. Todo queda disuelto en agua de borrajas cuando, con tranquilidad me retiro hacia mi carro con el escaso botín que necesito para mi sustento. Alguno que ha iniciado una carrera hacia mí queda atónito ante mi osadía y detiene su carrera. Levanta su mano y no estoy seguro de si es un adiós, un saludo o una amenaza. Cuando necesito lavarme siempre encuentro un río o una fuente que me solventa el problema. Incluso la lluvia me sirve en algunos casos. Hay campos que me ofrecen hortalizas, y alguna granja me proporciona huevos y cobijo en su granero. No tengo ningún escrúpulo en solicitar alguna prenda de vestir a algún labriego y casi siempre la recibo.

-Supongo que algún favor les haré con esta acción. Tal vez les haya servido para deshacerse de algo que odiaban, y por falso pudor lo mantenían en su poder. Otros me han acogido alrededor del fuego y en pago, les he relatado mi historia. No sé si verdaderamente les interesaba pero aprovecho las absurdas creencias que anidan en ellos y que les hace ser más tolerantes, pero ganan en sabiduría aunque no se percaten de ello. Y lo más importante, no tengo prisa ya que nadie me espera. No desato envidias ya que mi riqueza es inadvertida por los casuales caminantes que encuentro en mi camino. Desconozco la música que atrona vuestras cabezas; la mía me la componen los pájaros, la lluvia cuando cae sobre la capota de mi carro y acompaña mi sueño, mi mulo cuando rebuzna satisfecho s al recibir alguna caricia, y mi voz cuando evoca las letras de algún recuerdo. Cuando estoy por otros parajes el aullido de los lobos hace que mi piel se erice, pero no es por temor. Extraños silencios me hacen despertar acompañados de los primeros rayos de sol que calientan la mañana.

A Óscar comenzó a aburrirle todas las exposiciones que le presentaba Gaspar y decidió rebatir sus argumentos:

– ¿Y amigos, ¿no echas de menos a los amigos?

Naturalmente que sí, que echaba de menos a los amigos, más era una cuestión que estaba a punto de dejar de importunarle. Eludió hablar sobre este tema, y volvió a la anterior pregunta que Óscar le había formulado:

– Ah, perdona. Me habías preguntado si entiendo la fábula de la cigarra y la hormiga, ¿verdad? Una fábula…, yo qué sé. Lo que decía un tal Samaniego y lo que le dicen las abuelas a sus nietos, pero yo no sé lo que es.

La irritación de Óscar iba en aumento y ya anhelaba llegar cuanto antes a su destino. Le sorprendió la contestación de Gaspar:

– Oye, chico, si hablando de fábulas no sabes de qué se trata, ¿ cómo quieres entender el embrujo que rodea mi vida? Yo sí que recuerdo algo del episodio al que nos referimos: una pequeña hormiga arrastraba incesantemente restos de comida hacia su hormiguero. En una ocasión la cigarra detuvo el trasiego de la hormiga y le preguntó el motivo de su marcha. Conocido éste, siguió entregado a su descanso, mientras la pequeña hormiga continuaba con su labor. La consecuencia, imagínatela: un resultado manido y encauzado a doblegar actitudes. A hacer creer que el gozo es condenable y a querer demostrar que la abnegación tiene su premio.

– ¿Y no lo tiene?, ¿no termina la fábula con un descanso para la hormiga?, ¿no ve el mensaje que trae implícito el cuento? Es un aprendizaje que todos debemos de seguir. La hormiga era más previsora y tuvo su recompensa, la cigarra en cambio tuvo dificultades para subsistir.

– La realidad, – contestó Gaspar- es que nadie puede garantizar un premio a cambio de su sacrificio, la realidad es que pese a su pasividad y a sus dificultades, sobrevivió al invierno, y tal vez se podría cambiar el final del relato, ¿ por qué no una simple pisada sobre la entrada del hormiguero truncaría la labor de ésta?, ¿por qué se acepta cómo realidad lo que sólo son pensamientos de soñadores? Es posible que en un estado utópico tenga realización este acto, pero realmente… no.

– Durante mucho tiempo he sido hormiga y me he preparado para el largo invierno de mi vejez. Estoy llegando a ésta y ya ves… He renunciado al engaño que se estaba incubando dentro de mí. Siempre hay que contar con el desarrollo de la vida, con una tormenta impredecible, con un incendio intencionado o casual, con un terremoto, o con una cornisas que te cae en la cabeza cuando paseas con la que va a ser tu futura compañera.

Hizo un receso en su monólogo, es posible que estuviera preparando la continuación de su discurso. Miró a Óscar. Éste aparecía con una actitud apática, signo inequívoco de que las frases que estaba oyendo estaban alterando sus convicciones, pero se resistía a aceptarlas como válidas o al menos como indiscutibles. Admitía Óscar que la experiencia del carretero, miles de anécdotas que se habrían formado alrededor de su vagabundeo, habían condicionado sus pensamientos. Pero se negaba a admitir la infalibilidad de la que se revestía. Precavido en sus palabras y desorientado, preguntó:

– Pero, ¿eres feliz?

Estuvo durante un rato meditando la respuesta o tal vez buscando alguna frase que sirviera para deshacer el silencio que las dudas de ambos estaba haciendo presente. No tenía ninguna vacilación de que su elección había sido la correcta.

– Sí, – contestó- todo lo feliz que la vida puede hacerme. Creerás que es muy poco lo que me ofrece, pero no le pido más, ¿ para qué quiero más? La luna es mi compañera, ¿hay mejor acompañante que el silencio?, ¿mejor equipaje que el recuerdo de una noche de amor bajo las estrellas, ¿mejor perfume que el rocío?, ¿ mejor calor que el del sol?, ¿mejor refrescante que el agua de la lluvia?, ¿mejor manjar que la manzana de un árbol?

No, el mundo que voy dejando a mi espalda no me atrae. Me aterra cuando un salvador decide que su voluntad va a ser la que rija los destinos de un país, y cuando sus sicarios creen que es cierto. Toda su vida la consagran en pos de las ideas de otra persona, de alguien que ha atropellado su realidad y la cambia por su fanatismo….

Una lágrima comenzó a resbalar por la mejilla de Gaspar. Óscar se apercibió de esta circunstancia, pero no quiso inmiscuirse en los sentimientos que empezaban a incrustarse en el corazón de Gaspar. Ya se divisaba muy cercano el pueblo y se dispuso a bajar del carro.

– Pare seguiré andando.

Gaspar tiró de las riendas y “Mojama” se detuvo con un nuevo resoplido. Su piel estaba reluciente por el brillo producido con el sudor que resbalaba por su piel debido al esfuerzo que estaba realizando. Óscar deslizó su cuerpo fuera del pescante. Ya en tierra agradeció a Gaspar el transporte:

– Gracias por el viaje, ¿le invito a comer, vale?

¿Entonces por qué bajas?, -preguntó con sorna Gaspar-, anda sube, vamos a la cantina.

Volvió a subir al lugar del que había bajado y con un ligero trote, se adentraron en Rebeca. Se dirigieron a un establo que se encontraba en la entrada del pueblo. Allí Gaspar desató al mulo. Éste se acercó al abrevadero e introdujo la cabeza dentro de él. Acto seguido la sacó y la sacudió con violencia. Infinidad de gotas se desprendieron de su pelo. Volvió a introducir su boca en el agua e ingirió una gran cantidad. Desde una prudente distancia, Gaspar dejaba que “Mojama” realizara su cometido. Conocía las reacciones del animal; estaban éstas guiadas por un instinto que en el transcurso de su convivencia, ambos habían aprendido a respetar Óscar ayudó a estacionar el carro sobre uno de los pilotes que se encontraban a lado del abrevadero. Era un sitio destinado a atar monturas, pero embebido en la filosofía de Gaspar comenzó a acariciar su anarquismo. Con potencia, aproximó el carro hacia ducho poyete y apoyó uno de los largueros sobre él. El carro basculó ligeramente pero consiguió mantener su dignidad. Se acercó Gaspar y juntos entraron en el establecimiento. Las tres mesas de que disponía el local estaban ocupadas por lo cual se aproximaron a la barra. Allí Óscar preguntó si en el pueblo había algún lugar para pasar la noche. La decepción aparecía en el rostro de Gaspar.

Fue informado de la dirección y acudió allí en busca de cobijo mientras el otro quedaba sumido en extrañas reflexiones. Hasta sus oídos llegaban las voces de entusiasmo de unos muchachos que lanzaban dardos hacia una diana. Hubiera deseado que la diana fuera su corazón: nuevamente había sido engullido por una falsa esperanza. Era consciente de que estaba retratando una vivencia que sólo existía en él, y que difícilmente podría atraer a otra persona que no tuviera su misma decepción. El intento de trasladar su serenidad, una vez más iba a terminar en fracaso. Nada le importaba a Óscar el brillo de la luna, y nada le atraía el silencio. Seguiría siendo su único compañero.

Pagó la consumición y salió a la calle. La luz de la taberna proyectaba su sombra sobre el suelo. Delineaba un cuerpo deforme, escuálido en sus piernas y amenazante en los hombros, como si se tuviera que preparar para llevar la pesada carga que se iba a posesionar sobre ellos. Se acercó donde estaba “Mojama” y le propinó suaves golpes en las corvas. El animal conocía esta orden y se arrodilló, apoyó la cabeza en las patas y se dispuso a pasar la noche. Acudió al lado del carro y separó el larguero que descansaba sobre el poyete, lo apoyó en el suelo y quedó en una posición inclinada que le facilitaba el acceso. Se acostó en la plataforma del carro y cruzó las manos detrás de la cabeza. Cerró los ojos y por primera vez en muchos años, la vacilación amenazaba con hacerse replantearse sus convicciones. Asomó su mirada al exterior y dirigió su mirada al cielo, rogó a la luna que le ayudase, que siguiera dibujando su norte. Imploró a los campos de trigo que siguieran brotando en su camino. A los pájaros que siguieran tocando música para él, a la lluvia que le siguiera mojando, al sol que le infundiera calor… y a Dios que le acompañara en su lamento.

A la mañana siguiente fue despertado por los rebuznos de “Mojama”. Acudió a ella y le suministró la ración de pienso diaria. Realizó sus rutinarios quehaceres: enganchó los aparejos al carro y se subió en él. Hizo silbar el látigo sobre la cabeza del animal y emprendió una nueva marcha, una de las mil que había iniciado con el sol a su espalda. A lo lejos divisó una figura que parecía estar esperándole. En su cerebro se dibujó un extraña frase: “Aquel que apueste y pierda, sentirá rechinar los dientes”.

– No lo sé… de lo que me he convencido es de que la vida es una apuesta.

Un ligero temblor sacudió su mandíbula.

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