Islaya

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Isolaya

Adriel Gómez

Random no se decide a desviarse del camino.

Sus bolsillos son más que elocuentes: en el del pantalón lleva el aviso para presentarse en el Comité Investigativo de la Sección Penal; el de la chaqueta debe portar su tarjeta identificadora… pero no la tiene.

Ha dejado atrás varias cuadras de la así llamada Avenida Epica, amplia en sus dos sendas sin que eso evite la congestión del tráfico, que lo retiene y lo aleja de su indeseable destino. Mira por la ventanilla del auto. La avenida tiene un paseo peatonal intermedio sembrado de cabinas en las que surgen esculturas volátiles al llamado de una moneda. Se ve a la gente entrar por turnos. Quieren verse en sus poses combativas, en actitud de héroes; además del dinero, basta con introducir la mano en el lector de dígitos. Entonces uno puede recordarse como muerto glorioso de la Guerra.

Random esboza una media risa. Si algo le sobra son las monedas. Desde las paredes de su casa, títulos y certificados revelan la buena recompensa de sus oportunidades de trabajo; y sin embargo, no puede entrar en esas cabinas para verse representado como héroe. Según tiene entendido, su doble no murió en la Guerra para que él pueda vivir en el sano orgullo casi colectivo; su doble debe andar por ahí, en alguna parte, y lo peor, con su cédula.

Imagina su presentación en el Comité. Algunos viejos conocidos (Max, Tiresius, ¡Karel!) explorando en las páginas de su historial, como si no lo conocieran. Random bachiller, Random técnico, Random ingeniero, con insomnios completos reflejados en la pereza de algunos amaneceres, en la torpeza de sus movimientos y el retardo de sus pasos. Ese había sido el Random joven. Alguien que, como muchos, no necesitaba del ensueño… Antes de la Guerra, la prosperidad era continua, estable. Uno podía ocuparse de otras cuestiones, sortear inofensivamente esa experiencia sin sobresaltos, tal vez incorporarse a ese imaginario mediante máquinas que hacía furor como parte de las modas. De eso se ocupaban Random, ingeniero jefe; Max, coordinador de recursos humanos, Tiresius, especialista en codificación ilusoria; Karel –y el nombre le resonó amargo- informático ejecutivo, y muchos, muchos otros.

Ahora ellos mismos lo juzgarían sin la consideración de aquellas noches y madrugadas de trabajo ininterrumpido. Los vería con planillas llenas de un interrogatorio tonto y coaccioso, como era habitual en tales casos.

La última pregunta…

_ ¿Participaste en la Guerra?

_Como todos ustedes –les respondería, esforzándose en su contención, dudando entre la risa y el grito-. No podía dejar de estar allí si ustedes mismos iban a participar; si ese era nuestro deber después de inventarla…-y se interrumpiría al reconocer el anacronismo de su argumento.

Random manipula el cambio de velocidad, reduciendo el ritmo de su carrera. Una pandilla de jóvenes lo esquiva con sus motovelocípedas, y puede ver en algunos de sus rostros la burla y el insulto. Seguramente les resulta ridícula la repentina reducción de su marcha ante un cambio de señales que favorece acelerar, como ridículo debe parecerles el diseño anacrónico del auto, tan anacrónico como su chofer.

Random está cansado de la megalópolis.

Si llegaba a la sede de la Sección Penal todo habría por fin terminado. Tendría de nuevo la oportunidad de pasar a otro universo; sólo que está consciente de lo incómodo del cambio: no sería el mejor, o al menos, no como él lo hubiera querido.

_¿Sabe por qué se le citó? –preguntaría la voz de… ¿Max, Tiresius, Karel?

_El Despacho de control sabe que no tengo la cédula.

_Aunque no es el motivo de la citación, esa no deja de ser una cuestión secundaria… En efecto, no hay forma de determinar quién eres… ¿Eres el verdadero Random, eres su doble combatiente?

Podría argüir que lo sometieran a pruebas sanguíneas (a pesar de que en el aspecto físico biológico los dobles son copias exactas); tal vez fuera conveniente insistir en el robo de la cédula, atribuible sin dudas al falso Random –y le dolía incluir la palabra falso- ,o culpar del desastre a la lenta pesquisa policíaca. Quizás debería ser más incisivo; argumentar su autenticidad con la prueba de su acto de presencia, o gritarles:

_Ustedes no tienen problemas, señores! ¡Ustedes son héroes! ¡Sus dobles murieron para que lo fueran, y ahora pueden contemplar sus estatuas y leer sus hazañas en los video libros!

Y después recordarles que todos habían contribuido a la invención de aquel juego… Pero eso sería demasiado y apresuraría su condena.

Random comprende que lo más urgente no es llegar a la hora exacta…

Se insertaría en la dimensión preparado para vivirla, con todas sus claves, y sabía dónde encontrarlas. Un nombre de mujer de la pre-Guerra (Isolaya) le hace girar el timón, a mano izquierda, a la altura de la decimocuarta calle.

“Otro día perdido” –piensa ella

Y se deja caer en el sofá mientras mira la calle por la puerta entreabierta, en parte para olvidar su cansancio, en parte para no sentir la flaccidez de sus pechos, los mismos pechos que en años más jóvenes levantaron tantos anhelos masculinos; en parte para sonreír, mientras piensa que ya no tiene esa preocupación obsesiva con su seguridad.

Había entrado, se había encaminado a la cocina, bebido unos tragos de agua (está candente el verano, hasta en las noches) y había regresado a la sala con una botella de refresco.

Frente a ella, sobre la mesita, desperdigadas bajo la iluminación directa de una lámpara, están las cuartillas con los trozos de su memoria; la agenda con su diario.

Hace tiempo que Isolaya está aburrida de la megalópolis.

Sí, otro día perdido. Hoy fue en casa de los Fenders, con sus promesas incumplidas de un próximo trabajo –eran dueños de un restaurante automático y según ellos necesitaban una analista de sistemas-; otros fueron días en casa de los Chalote –prometieron avisarle para que asumiera cargos administrativos en una fábrica; y hubo otros días perdidos con las estafas, los engaños de la gente menos influyente, la simulación precisamente diaria, el encuentro con personas que dicen ser y no son. Ahora, al mirar sus papeles, se convence de que no ha tomado un camino erróneo. La vida le ha ofrecido suficientes cosas que merecen ser contadas, y con esa adición de recuerdos hace más llevadera la levedad de sus días. Constantemente se dice que la muerte debe parecerse mucho a esa quietud de la cual eran todos culpables, y por tanto de la que no se puede librar nadie.

Una brisa le agita los cabellos, y cuando intenta retener una de las hojas que vuelan, descubre las primeras palabras: Excepto la firma Alex Virtual y el consorcio Anabah Fals, todas las empresas Macro-G para la transformación de realidades, estaban al borde de la bancarrota. La declaración de una guerra era inminente…

Pero la Humanidad había conocido demasiadas guerras, y sabía el precio –pensó Isolaya en un continuo mental- Casi todos sabían que esta sería diferente. No abundaban quienes estuvieran dispuestos a morir en un campo de batalla, abandonando sus familias, la tranquilidad de sus casas, la libertad de una época próspera, y en última instancia, la posibilidad de recomenzar sus operaciones económicas perjudicadas por la crisis de dos o tres superempresas. Las firmas Macro G sabían que la realidad es maleable partiendo de sus propias coordenadas. Simularon la Guerra creando escenarios virtuales e insertando en ellos a dobles combatientes de cada ciudadano, utilizando reproducciones bióticas identificadas con sus nombres. La Guerra, con aquellos ejércitos levantados sobre soportes, en parte biológicos, en parte tecnológicos, fue presentada como un juego inofensivo de proporciones mundiales. Y sin embargo, cada bando comprendió que poco podría hacer con ejércitos dudosos de su misión. Se exigió incorporar a la condición guerrera del doble una virtud de la personalidad original.

Isolaya cierra los ojos y pone a descansar la cara en las palmas unidas de las manos. Así puede escucharse mejor, oye vibrar lo que había perdido y después recuperado.

_Yo entregué una parte de la bondad que caracteriza a toda enfermera –dice en voz alta como eco de su pasado.

_¿Sólo eso?

Isolaya abre los ojos y retira las manos con la violencia del susto.

Alguien está sentado del otro lado de la mesita, sin que la lámpara descubra su rostro.

_¿Qué hace usted aquí? –pregunta ella, levantándose de un salto, y al tropezar con la lámpara, el foco ilumina al visitante- ¡Random! –murmura, sorprendida.

La brisa que vuelve a penetrar por la puerta hace correr las páginas de su diario. El día que fue a la sesión psicomóvil de transferencia, tenía anotado lo siguiente: y entregué un rencor disfrazado de odio hacia el enemigo… rencor que se me atravesaba en cada relación amorosa, impidiéndolas madurar, rencor vivo desde que dejé de ver a Random…

_¿Escribes un libro? –pregunta él, señalando las cuartillas, enderezando la lámpara.

_Random –vuelve a decir ella, y se sienta lentamente, para corroborar.

Es él, no cabe dudas. Los años le han ensanchado el rostro, un poco. Todavía es visible esa cicatriz sobre la ceja derecha, la huella de un golpe de infancia que sería el motivo para que intimaran en la Escuela Técnica Preparatoria. Ella se interesó siempre por esa cicatriz. Le resultaba singularmente atractiva, la miraba con insistencia entre clase y clase, imaginando qué parte de su vida representaba, hasta que él se la contó, y no resultó muy diferente de los supuestos: a los cinco años, un movimiento demasiado brusco lo había sacado de su asiento mientras tripulaba un auto de carreras por la interminable autopista de un juego electrónico; había intentado esquivar el peligro de una curva cerrada, pero no pudo evitar el impacto contra los postes protectores y el cabezazo contra las losas del piso. El accidente no fue del todo falso, y así permaneció en su mente. Años después descubriría su vocación en aquella experiencia: reducir cada vez más los distingos entre la realidad y su representación. A Isolaya le sorprendió el tono filosófico de Random: “La realidad nace con nosotros –le dijo-“Es el juicio de nuestra potencia interna, ese que constantemente emitimos para sentirnos bien. Si estamos presionados, si vivimos a contrapelo de nuestros gustos e intenciones, transformamos ese estado creando una realidad propia. Quizás ese sea el fundamento de nuestra existencia, la explicación del enfrentamiento del hombre con su medio, sus condiciones objetivas, o como quiera que se designe, y en todo caso, hasta la justificación de la lucha por la vida” “¿Tú sigues esos preceptos al pie de la letra?” –le preguntó ella con cierto tono burlón, a lo que Random contestó con idéntica seriedad: “Bueno, no son más que postulados, propuestas que aplico a mi vida sin miedos ni vacilaciones. Siempre voy a la búsqueda de cambios, tratar de adaptarme a las nuevas condiciones, otros ambientes, porque me aburre el entorno estático de lo natural…” “¿Te aburren los paisajes?” “Partiendo de mi concepto, la naturaleza es la más irreal de nuestras experiencias: siempre nos sorprende. Mi concepto de lo real no la excluye del todo, pero yo me refiero al estado de cosas que ha creado el hombre, incluyendo sus ficciones, sus medios artificiales, todo eso ya nos resulta natural, Isolaya. Mi mayor empeño es la permutación de realidades” “¿Con qué cuentas para lograrlo?” “Ahí están los instrumentos: máquinas que por ahora sólo se ocupan de penetrar nuestras percepciones, y fabricar sueños; mañana serán tan exactas que nos llevarán a dimensiones nuevas. Pero, claro… Todo eso es un intento demasiado ambicioso para una sola persona. Las empresas Macro G ofrecen buenas perspectivas para impacientes como yo, no sólo por su carácter fundacional, sino por su poder abarcador.” “Pareces demasiado entusiasta” –dijo ella. “En verdad, no me hago ilusiones” –respondió Random- “No administramos más que nuestras esperanzas”, y se fue con un andar cabizbajo en el que Isolaya vio premoniciones negativas: incomprensiones, desencuentros, separación…

Isolaya se mueve inquieta en el sofá, ¿quieres refresco, un poco de agua?, no espera respuesta, aun cuando escuche un “sí, por favor”, apenas audible, y no se pregunta dónde está la voz potente, segura de su decir; luego regresa y ¿cómo entraste?, por la puerta, estaba abierta, sonríe nerviosa, sí, hace calor…toma, refréscate el gaznate, sí, así me decías cuando salíamos a caminar por el Parque de Ferias, ¿te acuerdas?, claro, me acuerdo, ji,ji,ji…Random se echa adelante, luego hacia atrás, para que no lo vea beber con avidez, se ladea, intenta sonreír, hacer algún otro chiste; Isolaya sabe que han sobrepasado el mañana, están maduros, han transitado muchos universos desde aquella vez en la escuela, y ve a Random cansado, nervioso, la inseguridad en cada gesto. Es natural (¡vaya si ella lo sabe!). El vuelve a preguntarle por las cuartillas.

_ ¡Ah! ¿Esto? Escribo mis memorias.

_¿Para qué? –dice él con una gravedad impertinente.

_Bueno, ya sé que no soy nadie, pero…

_Discúlpame…

_Está bien, no hay problemas. Mira, yo no te olvidé, Random…

Sí, aún puede ver a la misma Isolaya. Aquella muchacha trigueña de ojos verdes y labios pulposos, afortunada conjunción de belleza e inteligencia que lo envolvía jadeante, con la mejor de sus realidades: “Acabo de vivir” –decía ella- “Y tú, ¿cómo te sientes, amor?” En su boca la última palabra era como una dulzura olvidada. “Bien” –contestaba él, y ella descubría en el laconismo de su respuesta la confusión, cierta insensatez, porque una sola palabra no podía medir la grandeza de esa realidad…Random nunca se lo confesó, pero en esos tiempos su único temor era ella misma. Isolaya se parecía a esos dueños de maravillas para quienes habrían de trabajar una vez graduados. Ella le imponía su propio universo, él lo aceptaba sin poder hacer nada para cambiarlo; y quería cambiar cosas…

Un día ella lo vio venir entre impulsivo y angustiado.

_¿Quién es Karel? –preguntó

_Alguien con quien estuve.

_¿Estuve? No es eso lo que me han dicho.

_Celoso, ¿no?

Y ella dio las espaldas, y Random la retuvo por el brazo, y ella se desprendió de la sujeción con gesto altivo, y discutieron sin sonrojo del escándalo.

Comenzaron a distanciarse con la justificación de sus proyectos personales, y cuando Random fue contratado por una empresa, trató de convertir a Isolaya en una apariencia difusa de placeres, digna del recuerdo.

Isolaya se casó con Karel, desahuciada en su búsqueda.

Ella bebe un trago.

_He sido fiel a tu propuesta –dice- He vivido tantas realidades como pude. Me sigo cansando de los presentes, pero ya no tengo a dónde ir. Entonces, pensé que escribir podría librarme…no sé de qué… ¿qué pasará cuando hayamos muerto, Random?

_ ¿Fuiste a la Guerra?

Ella baja los ojos, y se mantiene silenciosa por unos minutos. Las manos le tiemblan al responder:

_Sí. Todos lo consideraron un deber. Fui como sanitaria.

_Déjame ver qué has escrito sobre eso.

Y sin dar tiempo a que se lo permita, Random coge una de las últimas cuartillas. Ella suspira y vuelve el rostro. El piensa que es la vergüenza y comienza a leer en voz alta:

_ La Guerra no fue lo peor que pudo pasarnos, sino lo que vino después; sus resultados no fueron nada inofensivos. Todos los que perdieron sus dobles inscribieron sus nombres en la lista de los Héroes caídos por la causa, pero sus dobles se llevaron lo mejor de ellos, sus virtudes, su calidad humana. Hay cosas que quisiéramos recuperar de un cadáver, un poco de bondad, algo de inteligencia, valor, espíritu de sacrificio, sinceridad….Los que se consideran héroes no se interesan por eso. Lograron preservar las ventajas materiales, y están adaptados a vivir, si es que puede llamársele así, en esta nueva realidad, mediocre realidad, época sin espíritu. Pueden ser gente de cualquier clase, ricos o pobres, poderosos o sin poder, pero algo es seguro, todos los poderosos, saben que no tienen dobles, no se preocupan por probar su autenticidad y se entregan al disfrute de sus engaños, componendas, estafas, abusos. Son inescrupulosos y vulgares. Dictan las leyes. Una de ellas es enviar a los dobles sobrevivientes a los compactadores (especies de calabozos ambientados virtualmente en los que se dice hay torturas psíquicas) De esta forma intentan segregar los remanentes positivos del mundo de pre-Guerra. La segunda ley concierne a la obligación de cada ciudadano de portar una cédula que pruebe su autenticidad, su originalidad. Deben portar estas cédulas hasta que encuentren a sus dobles y los denuncien.

Random levanta los ojos y la mira fijamente:

_Este párrafo bastaría para llevarte a un compactador

_Sigue leyendo.

_Los que aún tienen dobles vivos se dividen en dos grandes grupos. Primero: aquellos que buscan dobles (algunos para denunciarlos e insertarse en el sistema; otros, para recobrar lo que perdieron, y resistir, o combatir el estado de cosas). Segundo: los que han perdido sus cédulas, o sea, aquellos a quienes los dobles se las han robado para poder escapar a la amenaza de los compactadores (los dobles son buenos, pero no bobos, digo yo).

Otro se hubiera reído con la ingeniosidad entre paréntesis; Random hunde su mirada en el verdor visionario de Isolaya:

_¿Qué? –pregunta ella, retadora.

_Es verdad todo lo que has escrito.

_¿Quiere que te diga más? Pues, creo que la Guerra fue nuestro único error. Antes de ella las cosas no estaban a pedir de boca, pero uno podía hacer libre elección entre múltiples universos, pacíficamente, sin desprenderse de nada. Todavía me pregunto cómo se nos ocurrió aceptar la propuesta de participar en el diseño, y aún más, de convertirnos en protagonistas directos…¡Vaya tontería!…La experiencia de una realidad macro violenta nos jodió a todos, Random –una lágrima le moja la blusa-. Ay, Random. ¡No tenemos a donde ir! Los héroes duermen en sus laureles y nos obligan a acompañarlos.

_¿Qué fue de tu doble?

_¿Cómo?

_Tu doble… ¿qué fue de ella?

_¿A qué viene eso?

_Nada… Quería saber en cuál grupo te ubicas de acuerdo con tu clasificación.

Isolaya se levanta. Deambula silenciosa, controlando sus movimientos con la rigidez del autodominio, elegante en su caso. Así transcurren varios minutos, como si cada uno de ellos fuera un día de los vividos en los intensos momentos de la Guerra, un atravesamiento de locuras y desesperaciones. Isolaya percibe la libertad de acción que le permitió una época confusa. No desea hacerla revivir.

_¿Por qué has venido, Random?

_Yo pertenezco al segundo grupo.

Ella se vuelve. Se acerca a él, los ojos brillándole con la alarma.

_¿Estás en problemas?

_La situación es bien particular. No tengo cédula, y ayer recibí una citación del Comité Investigador, Sección Penal. Me acusan de haber transferido un grafoestuche a una firma que fue nuestra enemiga… Karel, bueno, él está en el tribunal.

Isolaya se sienta con gesto cansado.

_Mis relaciones con él terminaron… hace un tiempo.

_No se trata de que intercedas por mí… Yo sé que tienes un grafoestuche. Lo necesito, Isolaya.

_¿Vas a probar tu inocencia con él? ¡Imposible! Todos están codificados con material genético, igual que las cédulas.

_No se trata de eso… No puedo huir… ¿Sabes el esfuerzo que me ha costado llegar hasta aquí, hablar contigo? –ella le habla con un gesto de la mano: “no me vengas con eso, y explícate”- Bien…Mi destino es la realidad de los compactadores. Si esa es mi próxima meta necesito introducirme en ella con las claves de su conversión futura, la posibilidad de comunicarme con los compactados y revertirla. Tú sabes que puede hacerse y…

_¿Y?

_Yo… yo vengo a pedirte que me acompañes. Siempre hemos sentido el mismo hastío, Isolaya. Te propongo recomenzar juntos, crearnos una nueva realidad. Pensé que la distancia nos haría desconocidos. Sé que ya no soportas este universo, como yo. Tenemos la posibilidad, tal vez, de regresar a la época de pre-Guerra.

_¿Eso es todo?

_Sí.

Ella recoge de la mesita las cuartillas, la agenda con su diario, las botellas de refresco. Random la observa, sumido en el confort de su butaca. Tiene deseos de comerse las uñas, patalear, salir corriendo. Isolaya entra en uno de lo cuartos y luego vuelve con una cajita rectangular color gris.

_Este es uno de mis grafoestuches –le dice seriamente-, pero, por favor, no me pidas más… Nada será como antes.

El se pone de pie.

_Sí, sí podemos, Isolaya.

Y cuando intenta besar la palidez de sus labios, ella vuelve el rostro.

_Vete, Random.

_¿Cómo sabes que soy él?…Podría ser su doble. No tengo la cédula.

_Yo lo sé –afirma ella, señalándole la puerta.

Random guarda el grafoestuche. No había imaginado una solución tan rápida a su problema, pero tampoco la soledad de su partida como resumen del encuentro. Ya es de noche. No importa. El tribunal procesa las veinticuatro horas y es mejor acabar de una vez. Antes de abordar el auto, oye la voz de Isolaya:

_¡Random! Yo pertenezco a quienes encontraron su doble.

Y después el sonido de la puerta al cerrarse. El pone el motor en marcha.

Debía echarse a llorar, y no lo hizo. En vez de inundar las sábanas de lágrimas, Isolaya se fija en los diseños rectangulares y cuadrados del techo. “A los ojos de los demás, Random, no saber que eres un Héroe te hace un infortunado, un pobre infeliz; pero a ti te salva de la indistinción de esta época inmutable”; y ahora cree volver a ver en los diseños la ordenación de los campamentos del coronel Random, dibujados en planos cuidadosamente llevados tras las líneas enemigas por el contacto que ella, la espía Isolaya 2, había designado entre los dobles del bando contrario. “Sentí una gran satisfacción cuando entregué los datos y planos concernientes a tus tropas, después de sobreponerme a mil fatigas…Yo ví la derrota de la sección que comandabas y fui testigo de tu muerte, y con tu muerte me impresionaste…Caíste sin la vacilación de los cobardes…Pocos lograron sobrevivir entonces, y anduvieron luego, dispersos, murmurando tu hazaña. Otros se ocuparían de limitar esas escasas referencias, y se ocuparían bien, Random. Tú los conoces: Max, Tiresius, el propio Karel – y la punzada de una milésima de segundo, interrumpe la imagen de ese hombre- es decir, los héroes incólumes, sin derrotas…”

Isolaya vuelve a cerrar los ojos. “Cuando me alisté en el ejército, busqué vengarme de tu abandono; yo me sentía sola y el rencor me hizo espía de tus planes. Algo tenías que perder. Tu cadáver se llevó aquel espíritu decidido, la seguridad de tus discursos. Y ahora pienso, ¡extraña paradoja! Mi rencor te ha salvado… la realidad siempre dispuesta a superar nuestras osadías más miserables”.

Un ademán concluye con la penumbra de su memoria. Se pasa la mano por la exuberancia de sus cabellos, se ladea. “¿Será posible que yo no crea en el espacio que me ofreces?” se pregunta, pensando en el peso de sus universos y sus épocas. “Ha sido un día increíble”, afirma, y luego se duerme, pronunciando la palabra “amor”.

Random es un chofer atrapado por las distribuciones fingidas desde otro mundo. No se lamenta por lo monótono del viaje, y mucho menos, por la fijeza de su destino: sabe que no es real…por el momento. Si algo no pudieron quitarle antes de arrojarlo en este hoyo de ficciones, fue la capacidad generadora de su cerebro. Se entrega a la divergencia de sus pensamientos y recuerdos sin separar las manos del timón.

_¿Sabe usted lo que es un grafoestuche? –le había preguntado Karel, ¡Tenía que ser Karel!, desde la elevada posición de su mesa tribunicia. Lo había oído recalcar la palabra usted.

_Es un codificador que, ajustado a la consola matriz de un conformador ambiental o una reproductora portátil, puede transformar el entorno, e incluso revertirlo, cuando contacta los impulsos neuronales y las percepciones de quienes se hallan insertos en el. Muchos lo consideran como la pieza fundamental de la transformación de realidades.

_¿Cómo puede un grafoestuche revertir la realidad?

_Técnicamente, revertir significa sustituir la realidad presente por la ficcional en todos sus aspectos, hasta que la segunda ocupe el lugar de la primera. No todos los grafoestuches pueden hacerlo. Depende de su potencial, o de la unión de dos, tres o más.

_Y conociendo esas características, usted, durante la Guerra, decidió transferir uno de esos instrumentos a una firma clasificada como enemiga.

_Todas las compañías tenían grafoestuches en esa época, señor. Ellos le dieron proporciones mundiales a la Guerra.

_No trate de justificarse: el grafoestuche transferido era nuestro, no de ellos; contenía informaciones valiosas.

_Todo lo que puedo decir es que, ni yo, ni ninguno de mis colaboradores, transferimos un objeto tal al bando contrario.

Random había necesitado un gran esfuerzo para reafirmarse como inocente. Fue el único intento de autodefensa, porque no tuvo suficientes bríos para rebatir los dislates, forzamientos y lagunas de la parte acusadora. Hacía años que se había acostumbrado a sus pérdidas: la agudeza crítica, el ánimo disuelto en una pereza inexplicable; la sonrisa del triunfo; y recuerda que se había lamentado de su conato de autodefensa porque después no supo continuarla y tuvo que aguantar el apabullante discurso del fiscal, así, impávido, hasta que por fin alguien dio lectura al acta con el fallo del proceso:

Y sabiendo, en resumidas cuentas, que el

Acusado se aprovechó de su cargo de inge-

niero jefe para transferir el objeto del

delito, y teniendo en cuenta las agravantes

circunstanciales del caso –estado bélico,

pérdida de la cédula-identidad-, este tribunal

lo declara fuera de la ley y lo condena

al encierro en el Compactador.

Tuvo deseos de ponerse de pie, y de gritarles: ¡Mentiras, mentiras, MENTIRAS!; pero las palabras se le amelcocharon en un murmullo incomprensible. Sediento de ímpetus, fue manipulado, escoltado, sacado de la sala.

Ahora corre por una autopista muy parecida a la de aquel juego electrónico de infancia. Mientras cree aproximarse a su destino, más se aleja. “Laboratorio del desespero” –le habían dicho con sorna antes de introducirlo en la falsa dimensión del espacio nuevo. Todos sabían de la soledad del ambiente. Si alguna vez salía de allí, no iban a reconocerlo pues estaría contextualizado en la tranquilidad de una ficción eterna.

Es lo que suponen.

No descubrieron el grafoestuche que le entregó Isolaya. “¿Tú última voluntad?” “Que no me quiten la chaqueta”, y el grafoestuche bien oculto en el doble forro. Random lo ha introducido en la máquina reproductora de la cabina del auto. Piensa en la actualidad, rememora los paisajes campestres de sus excursiones de verano, los árboles todavía con flores de primavera, desplegados con el desorden de su variedad a ambos lados de la autopista, y siguen allá, dispersos en las laderas de los montes; el cielo es de un azul profundo; hay un río que se apresura bajo un puente, y un lago. Mira por la ventanilla. El entorno ha comenzado a recobrar tintes reales. El proceso no debe detenerse, o si no, le aguardan días y noches de recorrido por una carretera larga, sin otro acompañante que su añoranza.

Cierra los ojos y sujeta fuerte el timón mientras acelera. Piensa en ella: Isolaya. Oye el susurro del viento, y un lánguido rayo de sol aparece y desaparece entre el follaje. Cuando abre los ojos, ya está atardeciendo. Más adelante ve a una figura humana. Alguien está agitando la mano en medio de l

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