Home » Utilidades Juridicas » Cuentos Cortos » La fatalidad del acaso

La fatalidad del acaso

contratos

La Fatalidad del Acaso

Santiago Hoyos

"Con una mujer sólo se pueden hacer tres cosas, dijo Clea en una ocasión: quererla, sufrir o hacer literatura"

Lawrence Durrell, "El Cuarteto de Alejandría"

De todos los posibles resultados del azar, el más interesante es la coincidencia. En ella, gracias a éste, dos acontecimientos completamente imprevisibles ocurren al mismo tiempo, y lo hacen de una forma tan natural en algunas oportunidades que resulta siendo demasiado sospechosa. Pareciera a veces como si detrás de aquel Acaso, detrás de lo fortuito que implica la coincidencia, existiera una intención preconcebida por el destino, un juego de los dioses con nuestra extraña vida mortal, y no simplemente casualidades carentes de dirección. Eso pensaba Martín.

Estaba frente a una coincidencia muy coincidencial, una coincidencia sospechosa, una coincidencia tan irreal que creyó que quizás se trataba de una broma. Una broma de Dios.

Reconoció inmediatamente a la mujer que subía al bus, como ella a él, y se miraron ambos por cinco largos segundos con las venas al borde del colapso, dándose cuenta de lo que todo aquello significaba: los dos estaban ahí, finalmente, el uno frente al otro. Ella se sentó a su lado, sonrojada como una nube nocturna, y en silencio, sin vacilar, lo tomó de la mano como a un viejo conocido. Martín, sorprendido, jamás hubiera creído todo ello, considerando lo que sucedió con ellos meses atrás.

***

El día que la vio por primera vez comenzaron las casualidades, una tarde en la que se encontraba en un insoportable estado de ánimo. Estaba harto de las obligaciones laborales, de la rutina semanal y del estilo de vida que llevaba desde que comenzó a trabajar en Manizales. Quería regresar a Medellín, sin importar que consiguiera un trabajo paupérrimo de salario mínimo, o cayera desempleado.

Todos los viernes salía a las 4:30 del trabajo, cansado de atender clientes tras la ventanilla, con los dedos apestando a billetes y a cera, el dolor de cabeza que le producía el aire acondicionado y el malestar del cuello apretado por la corbata a la que no se acostumbraba aún. Salía del banco con un humor de perros, fingiendo sonreírle a sus compañeros de oficina, directamente a su pequeño aparta estudio ubicado entre la avenida Santander y el Estadio Palogrande. Seguramente se acostaría a dormir un rato, y en la noche se embriagaría en uno de los bares del Cable junto a sus compañeros semanales de parranda. En una ciudad pequeña como Manizales, tiritando de frío en la noche, no encontraba algo más entretenido que hacer un fin de semana que besar por horas a una botella de aguardiente, y después a cualquier mujer del bar con la que iría a su aparta estudio. La verdad, estaba hastiado. Quería hacer algo diferente esa noche, pero nada se le ocurría.

Caminó por el centro, cruzó el parque Caldas y esperó el bus que lo llevaría a su casa. Sacó del bolsillo el teléfono celular, y vio tres llamadas perdidas. Eran de la holandesa con la que había salido dos semanas antes. "No me tengo que imaginar lo que haré esta noche", pensó. Era como si la cotidianidad de los viernes lo acorralara aunque deseara huir de ella, como en esos momentos. Siempre terminaba sucumbiendo a aquellas tentaciones de placer, aunque se quejara de éstas después.

-Hola- respondió Anna, la holandesa, con cierta frialdad.

-¿Qué quieres hacer hoy?- preguntó Martín.

-Yo te llamé tres veces… y no me contestaste- dijo ella con su acento característico -Ya tengo planes para hoy.

-Pero estaba trabajando, no podía hablar por teléfono.

-Me imaginé.

-Si quieres hablamos otro día- dijo Martín, pagando los 1000 pesos del bus al conductor.

-Sí… puede ser, pero acuérdate que me voy dentro de poco.

"Mujeres…", pensaba, "no se entienden ni ellas mismas".

Minutos después bajó del bus, saliendo del letargo en el que sumía normalmente. Era una distancia muy corta para ir en taxi, y demasiado larga para caminar con los zapatos de cuero que compró con su primera quincena. "Esta ciudad no es como Medellín, uno llega a cualquier parte en menos de media hora", se dijo.

Notó que el bus lo dejó un par de cuadras antes de la esquina de su pequeño hogar. "¿Qué hago?", pensó de pronto. No quería ir a dormir, pero tampoco tenía planes en mente, y salió a vagabundear entre calles desconocidas, bajando faldas y recorriendo manzanas enteras dentro de un laberinto urbano de casas, arquitecturas inusuales y colores opacos, propios de la ciudad; y entonces frente a una intersección de caminos se le ocurrió una idea disparatada. Sacó una moneda de 500 y la lanzó hacia arriba. "Si cae en el arbolito, sigo caminando hacia la derecha; y si cae en el número, sigo por la izquierda". Tomó la izquierda, y un par de calles más allá, después de otra intersección, la derecha.

Cuando ya había llegado a pie hasta la Universidad Nacional, cansado, sudando y adolorido por una ampolla que sabía que le ofrecerían sus zapatos nuevos, se topó con una cartelera llena de afiches en un muro: "recital de Piano con Ligia López", "conferencia sobre pediatría con el doctor Fabio Buitrago", "multinacional europea ofrece empleos", "se alquila apartamento", "concierto de Sexy Death" y "Foro de cine gratuito: ciclo de películas franco-alemanas".

Se protegió los ojos de un rayo de sol calcinante, y miró la fecha de los eventos en los afiches. Su aburrimiento le permitía asistir en ese momento a cualquiera sin prejuicio alguno, y todos le daban igual. "De tin marín de do pingüé…", murmuró señalando los afiches, y entró al foro de cine. Eran las cinco de la tarde, y coincidencialmente estaba a punto de iniciar. Había un joven de cabello largo, jeans ajustados y una camiseta que decía Ramones hablando sobre la película que iban a proyectar. La mitad del salón estaba lleno, con una serie de personajes extraídos de alguna novela existencialista… y en medio de aquel grupo de individuos estaba ella. Martín se estremeció. Estaba sentada en la parte de atrás, y parecía estar sola. Observaba al joven que hablaba sobre la película, y mantenía los brazos cruzados, inmóvil. Tenía una mirada maliciosa y provocativa. Sus ojos oscuros delineados en negro lo fulminaron con un solo vistazo, y regresaron en un parpadeo al frente del escenario, disimuladamente, con elegancia. Sus rasgos eran finos y delicados, parecidos a los de alguna escultura renacentista; su palidez victoriana daba la impresión de iluminar el salón a media luz, y sus cabellos negros caían largos por su espalda, fundiéndose con las sombras del lugar.

No sonreía, no se inmutaba; Martín la miraba por minutos enteros obsesivamente, intentando descifrar por qué llamaba tanto su atención.

Comenzó a correr la cinta con el nombre Die Fatalität des Willkürlichen, bastante abstracta y críptica para su gusto. "No entiendo el cine alemán", concluyó, siendo esta la primera película que veía diferente a los enlatados de Hollywood que solía acompañar con sonoras y molestas crispetas. Pero estaba fascinado, mirándola de vez en cuando, distinguiendo el color de su piel en medio de la oscuridad. No era la mujer más atractiva que hubiera visto, "en Medellín las hay mejores", decía; pero aquella belleza extraña lo envolvía como una adicción de opio, apoderándose de él.

Hora y media después terminó de correr la cinta, y había observado tanto a aquella joven que al cerrar los párpados seguía viéndola. Abrió los ojos de nuevo, pero la silla estaba vacía, como casi todo el salón.

Tomó un taxi hasta su casa que le cobró un poco más de la carrera mínima. Al llegar se tumbó en la cama, apagó el celular para que nadie lo llamara y cerró los ojos en la penumbra de su habitación. Ella seguía ahí, en la lucidez de sus recuerdos. Prefería verla en sus ojos cerrados que salir aquella noche a beber tequila, incluso que llamar a cualquiera de sus compañeras de la zona rosa para pasar un buen rato, y así lo hizo.

***

Se durmió, y pasó una noche sin sueños que terminó a las cuatro de la mañana. Lo había despertado el frío y el hambre, pues no había comido desde el corrientazo del almuerzo. A lo lejos sonó el pito del celador que retumbaba en la noche cada sesenta minutos, en medio del silencio de la calle.

Pensó en ella. Miró el pedazo de luna en cuarto menguante que iluminaba el cielo con una luz blanquecina, y se dio cuenta de que ambas, ella y aquel pedazo visible de piedra espacial, guardaban cierta semejanza sin saber por qué.

Se acostó de nuevo, pero el frío era tal que le resultaba imposible dormir un poco más. Se abrigó, tomó las llaves y bajó a la calle para pedirle un cigarrillo al celador.

Aquel exquisito deleite que sentía al recordarla se lo había absorbido la almohada al despertar. Había olvidado su rostro. Sin embargo, pensar en aquella mujer de belleza inusual le traía tanto regocijo, que olvidaba el hecho de estar al borde de la hipotermia.

-Cela, regaláme un cigarrillo- dijo. El celador era un viejo envuelto en tres capas de ruana, bufanda y suéter, de facciones duras y expuestas al sol del medio día. Llegó en su bicicleta, y le acercó pacientemente unos Belmont con un encendedor a mitad de acabarse.

-¿No tiene frío?- le preguntó a Martín. Éste le regresó la cajetilla a su compañero de vicio.

-Si me quedo adentro o afuera es igual -respondió- aquí se caga de frío el que sea.

-Ahí vivía antes un noruego, en la piecita donde usted duerme, y decía que estaba tan acostumbrado al frío, que dormía empelota y sin cobijas- dijo en medio de una risita -¿se imagina?

Martín soltó una bocanada de humo, y permanecía callado, indiferente a la retahíla incesante del viejo celador. Le gustaba ver el humo danzar desde sus fosas nasales y disolverse en el aire con formas graciosas y etéreas. "La tengo que ver", resolvió, "tengo que volver allá otra vez el viernes". Acabó el cigarrillo y cerró la puerta.

***

Pasó exactamente una semana dentro de la más hostigante monotonía. Sentía que el tiempo era una cárcel dentro de la que ya no podía salirse. Los días pasaban como horas, letalmente, como si se tratara de un veneno progresivo del cual el reloj era verdugo. No le fastidiaba el hecho de que se le hiciera largo el tiempo, sino todo lo contrario: el tiempo volaba exprimiendo sus contados segundos de existencia animal, sin el más mínimo rastro de misericordia.

Salía del banco a las 4:00, con ganas de café. Era jueves, otro jueves de soledad. No se lamentaba por permanecer solo tanto tiempo, pues aunque la soledad afectaba su ánimo, evitaba conocer mucha gente por legítima molestia. No le agradaban los "paisas medio rolos" de Manizales, y ya que recurrentemente planeaba renunciar y regresar a su mundo rodeado de montañas, a aquel Valle de Aburrá que lo podía magnetizar desde cualquier rincón del planeta, no creía que valía la pena hacer amigos que tal vez jamás visitaría.

Se sentó en un cafetín de mala muerte en la galería, quizás con la intención de poder notar lo peor de la ciudad -diríase que con cierto masoquismo-, y así tener más pretextos para largarse. Pidió un tinto que bebió a breves sorbos, con tres cubos de azúcar. Pensaba, mientras la cafeína se adentraba poco a poco en su cerebro, dándole la claridad que buscaba en ese momento.

A Martín le hacía sentir seguro llevar las cosas claras en su cabeza, como cuando aceptó el trabajo y viajó cuatro horas desde un Medellín que ahora sentía muy lejos. Tenía planes que se derrumbaron pronto, como conseguir dinero para montar un negocio perfecto que imaginaba, y al mismo tiempo salir de una serie de problemas por los que había estado pasando, pero que sin caer en cuenta, había traído a Manizales. Vivía en medio del desorden, y sus ideales cambiaban en la medida en que surgían otros, que tampoco se realizaban. Su vida se limitaba a existir.

Se salió por un minuto de sus pensamientos para observar su entorno. La gente se amontonaba a trabajar afuera, y otros se sentaban como estatuas de carne en el parque donde estaba antes el edificio de la Alcaldía. Una prostituta gorda coqueteaba con un albañil, un par de viejos leían el periódico "La Patria" y sonaba un tango de fondo. Miró el reloj en la pared. Al lado izquierdo había un cartel de Poker con una modelo de pechos perfectos, y al lado derecho, una lámina que decía: "Dios es amor".

"Dios", pensó de repente, "¿será Dios responsable de todo esto?" Se bebió el tinto de un trago. "Todo acto tiene su consecuencia, y todo lo que vivo se debe a lo que he hecho, o he dejado de hacer… pero ¿hasta qué punto sólo he sido yo? ¿Será que hay algo más que mis propias acciones y mi propia torpeza, algo anterior a mí? ¿O sólo ocurren las cosas por azar?", suspiró, "si así fuera, todo vendría del caos, y regresaría al caos. Morimos y nada más… vaya estupidez".

Pidió otro café, y observó el vapor que danzaba como un fantasma, esperando a que se enfriara para no quemarse la lengua. Pensó en ella. "Llegué a verla por puro azar. ¿La veré mañana? Tampoco lo sé. Sería toda una coincidencia… como la semana pasada. ¡Pero nada hay más coincidencial que esperar precisamente lo inesperado! No sé nada de lo que pueda suceder… es mejor no pensar en eso." Se fumó un cigarrillo, pagó la cuenta y se fue.

Al caer la tarde abordó un bus hasta su casa, sumergido en cavilaciones repetitivas e inconclusas, sin haber tomado una decisión. Sentía un profundo deseo de irse a su soleado Medellín, pero al pensar sobre aquello se nublaba su mente, como Manizales en las mañanas. Llegó a su aparta estudio, bebió agua, se tumbó en la cama y despertó de nuevo en la madrugada, envuelto en el viento húmedo y gélido que entraba entre las cortinas, helando su cuerpo, que tiritaba recordándole que seguía vivo.

Le dolía la cabeza, y no podía seguir durmiendo, así que encendió otro cigarrillo y se puso a pensar. No tenía más que hacer.

"Parezco una puta en cautiverio fumando de esta forma", se dijo, pero le importaba un bledo. Disfrutaba fumar a esa hora, e hipnotizarse viendo el humo espectral que refractaba la luz de la calle.

Martín odiaba predisponerse a lo que creía que podía pasar, pero iría en la tarde al foro de cine a encontrarla, y hablarle aunque pareciera un estúpido. Ya tenía todo un guión memorizado para entrar en contacto, con gestos y posturas. Ya sabía cómo iba a estar vestido, qué loción se aplicaría, incluso llevaría dinero suficiente en su billetera para invitarla a salir a donde fuera. Y al mismo tiempo odiaba hacer eso, aunque se sintiera como un mocoso antes de besar a su primera novia. Cada vez que perdía la espontaneidad sucedía lo contrario a lo que planeaba. "Debería dejarle las cosas al Acaso… y que pase lo que tenga que pasar", decidió firmemente, "ni siquiera debería ir hoy a verla". Y se acostó otra vez esperando que saliera el sol para irse a trabajar.

***

Pero ya eran las 5:00 PM en punto, y el mismo joven punk comentaba la película que se iba a presentar: nunca le hacía caso a sus pensamientos. Se sentó en la última fila para poder ver quién entraba y quién salía, y esperó. Transcurrió media hora, y comenzó a correr la cinta "Das Experiment", la cual lo mantuvo entretenido a pesar de su impaciencia. Pero ella nunca llegó, lo cual sospechaba. Ese tipo de cosas sucedía constantemente cuando esperaba demasiado de algo. Alzó los hombros disimulando indiferencia, y se fue a beber alcohol, a besar mujeres desconocidas por simple placer, y a experimentar más de aquella soledad gris que lo tenía harto.

***

-Hombre, si querés renunciar para volverte a Medellín- le dijo el jefe – me hubieras dicho antes. ¿Pero estás seguro?

-Sí, de verdad que sí- respondió Martín, con voz temblorosa.

-Pero has trabajado bien, y te ganás un sueldo bueno. Explicáme qué pasa entonces.

Martín desvió su mirada hacia la ventana.

-No te voy a dejar ir hasta que me des un buen argumento. Yo soy paisa como vos, y también extraño a Medellín, pero ese no es un motivo de peso. No te voy a recibir la renuncia todavía, pensá mejor las cosas, y hablamos después.

Martín se puso en pie, y sin decir una sola palabra se despidió de su primo. Prefería callarse antes de no poder controlar sus insultos. Se sentó en su escritorio, al otro lado de la impecable ventanilla de banco, y comenzó a contar manualmente el dinero que tenía que reportar a la caja. Se detuvo y miró al techo con cierta reverencia.

-Si Vos me dejás verla mañana, me quedo aquí- dijo con un murmullo. Se dio la bendición, y continuó su trabajo.

***

La mañana comenzó despejada, y los rayos del sol ahuyentaban al frío en la medida que escalaban la montaña hasta el nevado, a lo lejos. Sonó la alarma del despertador a las 6:00 AM, pero Martín estaba de pie desde mucho antes, mirando el horizonte desde la ventana. Se sentó desnudo en un rincón de la ducha, disfrutando del agua hirviendo sobre su piel, y del vapor de formas caóticas que empañaba los espejos y se arremolinaba a su alrededor.

"Es inútil", murmuró, "si la busco hoy tampoco la veré. Quizás llegó a ese lugar por pura coincidencia, igual que yo, lanzando dos veces una moneda de 500, y quizás me equivoque al creer que por verla allí una vez, la podré seguir viendo. ¿Es que tiene que ser así? ¿Tienen que pasar las cosas? No… Probablemente no la vea, tal vez ni siquiera iré a ese lugar hoy a ver películas que no entiendo. Nada tiene que pasar, y si fue una casualidad verla, no quedó en más que eso: casualidad. Voy a olvidar este estúpido asunto de una vez, y ya."

Se vistió mirándose al espejo todavía empañado, comió un par de panes duros con café y salió. Cerraba la puerta que daba a la calle y oyó una voz conocida lo lejos.

-¡Martín!- gritó una mujer desde una esquina. Era Anna, la holandesa, que se acercaba a él caminando. Vivía en otro aparta estudio a media cuadra de allí. Iba vestida con un gabán femenino de color escarlata, una bufanda azul oscura y unos pantalones negros con botas. Sus cabellos color trigo bailaban con la brisa matutina. Era una mujer atractiva, delgada y no muy alta; de piel dorada por el trópico, de cejas escasas y ojos intensamente azules, capaces de embrujar a cualquier tercermundista acostumbrado a los rostros mestizos. Se acercó sonriendo y le besó la mejilla cariñosamente.

-¿Cómo estás?- dijo.

-Muy bien- respondió Martín, -¿también vas para el centro?

-Sí, ven vámonos juntos.

Ella lo tomó del brazo, y caminaron la loma hasta el paradero de buses. Martín disfrutaba de su compañía, le encantaba oler el perfume poco común de sus cabellos y tomarla de su pequeña mano de porcelana, mientras ella le hablaba cosas que a él no le importaban. Pero siempre se quedaba mirándola sonriente, con ojos lascivos que escarbaban descaradamente entre su escote, con ganas de acercarse cada vez más y más; pero sólo se comportaba así con ella cuando se encontraban. Nunca pensaba en ella, no la llamaba, ni se interesaba en su vida. Era una amistad, digamos, esencialmente física, que se restringía a la cama y a las breves conversaciones telefónicas… que terminaban en la cama. Como sucedía con otras mujeres. Ella era una transeúnte más en su soledad, sólo eso.

Llegaron al centro y bajaron ambos del bus.

-Entonces iré a tu apartamento a las cinco- le dijo Martín. Ella le acercó la mejilla para despedirse, y él le besó sus labiecitos rosados, tomándola por sorpresa, haciéndola sonrojar desde el cuello hasta la frente.

-Llámame antes- le dijo, y con una sonrisa siguió su camino.

"Espontaneidad", pensó Martín, "las cosas me gustan más así". Dio media vuelta y entró al banco a trabajar.

***

Fue un día agradable y cálido. Los clientes del banco se portaron bien con él, y era día de pago, además. Martín se encontraba de un humor excelente, sentía incluso deseos de tararear alguna canción.

Cerraron el banco a las 4:30, y ya se encontraba saliendo. Se desató la corbata, estiró los brazos y sonrió. Era hora de llamar a Anna, y de pasar un buen rato. Abrió el celular, buscó su nombre en la lista de teléfonos, pero justo antes de presionar la teclita verde cambió de planes. Guardó el teléfono en su bolsillo y abordó un taxi.

-Buenas tardes- le dijo al conductor -lléveme a la Universidad Nacional por favor.

***

Entró rápidamente al salón y notó que había comenzado la película. "Amèlie", leyó en el volante donde estaba la programación de aquel día. Casi todos los puestos estaban ocupados, y queriéndose sentar en el asiento de atrás, como de costumbre, se percató de que sólo se podía sentar adelante ya que en su asiento habitual estaba ella.

La vio de espaldas, con su cabello recogido a un lado, con una chaqueta negra que resaltaba su palidez, y una quietud felina que evocaba la luna menguante. Ahí estaba ella, parecida al humo del cigarrillo, irreal.

Caminó en silencio hacia el frente y se sentó. "Cuando termine la película le hablo", se dijo, y temblando nerviosamente intentó concentrarse en la cinta, aparentando naturalidad.

Se sentía ansioso, miraba el reloj, la respiración se le agitaba cuando miraba hacia atrás, y la veía; sentía una corriente fría en sus brazos y en su estómago cada vez que pensaba las palabras que iba a decirle. Se limpió el sudor de las manos y esperó. Era como si hubiera olvidado aquel sentimiento inocente de muchos años atrás, y éste fuera lo suficientemente fuerte como para hacerle perder el control. No sabía qué hacer.

"¿Me creería esta mujer, esta desconocida, si le contara sobre lo que me hace sentir?", pensó. "Yo me reiría en su lugar… “hola, me llamo Martín y sólo con mirarte me sudan las manos”, ja ja… ¿qué le digo?"

Ella seguía ahí, como una fotografía antigua mirando la película a punto de terminar. Martín vio que sacó su teléfono del bolso y habló con alguien por unos segundos. Giró su cabeza hacia la pantalla para disimular, y a los dos minutos la buscó otra vez, pero la silla estaba vacía.

***

Bebió a fondo el último trago de Ron viejo de Caldas que quedaba en la botella, y se llevó el cigarrillo a la boca. Aspiró el humo lentamente y lo dejó salir en forma se aritos que desaparecían en el techo. Le encantaba la lucidez que alcanzaba cuando tenía alcohol en la cabeza. Reflexionaba sobre muchas cosas y en su mente daba vueltas este pensamiento: "estoy aquí y ahora, nací una mañana y una noche moriré". Estaba tirado en su habitación con la ropa del día anterior, la botella vacía de ron en una mano y el cenicero en la otra. Era sábado, y no había querido salir en todo el día.

"Está decidido", murmuró, "me largo de este pueblo de mierda". Fumó el cigarrillo hasta llegar al filtro y lo apagó bruscamente entre las cenizas. Estaba cansado, definitivamente cansado, y a cada minuto se convencía del hecho de no poderse acostumbrar a Manizales. Se puso en pie, abrió la ventana para respirar aire fresco, y el viento frío de la noche le humedeció los ojos.

-Yo pensé que tenías todo en tus manos- dijo mirando al Cielo -pero ahora siento que todo sucede por azar…

Suspiró, y de su aliento se formó una pequeña nube de neblina.

"Me largo de aquí", dijo otra vez, y sintiendo revuelto su estómago, corrió hacia el baño para vomitar y después de esto cayó dormido.

***

Pasaban las semanas, las horas, los minutos, y todo seguía igual. Martín amaba y odiaba su rutina al mismo tiempo; pues sentía que al esconderse del mundo en ella, evitaba caer en desilusiones. Pero era conciente de que él mismo se encerraba en una prisión que construía todos los días. Se limitaba a trabajar, no hablaba con nadie, comía lo necesario y hacía cuentas con el dinero que acumulaba cada quincena. Dormía lo que le permitía el insomnio, y rechazaba cada tentación de pensar o regresar a verla. Fingía ser indiferente, y hacía lo posible por no darse cuenta de que lo que sentía en su pecho era un miedo profundo que no quería enfrentar. Por momentos sentía la locura terriblemente próxima, su cuerpo cada vez más insensible al frío y su garganta seca pidiéndole clemencia antes de cada cigarrillo. Pero todo seguía igual. Las semanas comenzaban a las 6:00 AM los lunes y terminaban a las 9:00 PM los domingos. La televisión y el fútbol le ayudaban a detener el ritmo agotador de sus pensamientos, y por primera vez agradecía no tener vida social. Lo único que tenía presente era completar una suma de dinero, empacar sus maletas, deshacerse de sus muebles e irse. Añoraba regresar a Medellín, para escapar nuevamente de los problemas de los que un año atrás había huido. Pero se encontraba tan invadido por el tedio, que incluso había olvidado para qué iba a utilizar el dinero exactamente. Sólo quería irse.

Sin embargo, aunque buscaba por todos los medios que su vida se limitara a las márgenes milimétricas que él mismo establecía, un día descubrió que presumir del futuro es tan indebido, como imposible el hecho de conocerlo: la vio una vez más sin que él la buscara, ni ella a él, en otra coincidencia que quebró el hielo que ahogaba su corazón. En ese momento encendía un cigarrillo y se quemó un dedo con un fósforo. Estaba perplejo.

En una ciudad de 400.000 habitantes, en la que todos los días es posible ver caras desconocidas, en el café internet del primer piso de su edificio donde revisaba semanalmente los mensajes que le enviaban sus padres, la encontró sentada una tarde. Ahí estaba ella, con su piel blanca, su cabello negro, su porte de princesita y sus ojos de demonio. Revisaba su correo electrónico y bebía un vaso de agua con su serenidad cínica.

Martín se sintió desfallecer, y como una serpiente dominada por la flauta, supo que se trataba de la mejor oportunidad para conectarse con ella. Tenía que hacerlo. Recordaba ahora que tenía que hacerlo. Ella lo miró rápidamente, sintiéndose observada, y titubeó un segundo. Martín se puso en pie, con el corazón martillándole como un bombo africano y el estómago lleno de maripositas que aleteaban cual murciélagos. Le sudaban las manos. Caminó hacia ella sin saber lo que hacía, y se deslizó sigilosamente hasta quedar a su espalda. Ya abría su boca para tartamudear algún saludo, pero los nervios no le permitían hacerlo. Se asustó, y quería regresar inmediatamente a su asiento, pero algo lo detuvo: en la pantalla del computador estaba la dirección de su correo electrónico. Se sentó en su puesto con el mismo disimulo con el que llegó hasta ella. No sabía qué decirle, o mejor dicho, cómo decirlo. Escribió y borró varios correos intentando encontrar las palabras perfectas, y las menos ridículas, pero pasó una hora y ella se fue.

"No importa", pensó Martín, "ya se me ocurrirá algo bueno."

***

Martín pensó y pensó. Se levantaba pensando y se acostaba pensando. Iba en el bus, y hacía cálculos; almorzaba, y pensaba otra vez. Regresaba al foro de cine con esperanzas de verla, pero nunca más apareció allí. Y en lugar de ofuscarse, seguía pensando qué escribir en el espaci

 {show access=”Registered”}

danwload

Loguearse para ver o descargar este item

Completar campos para enviar su solicitud.

×