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Polvo de luna llena

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Polvo de luna llena

J. R. M. Ávila

Ha notado el escalofrío que se adueña de mi cuerpo. Pone su chamarra sobre mis hombros. La cierra con dedos torpes. No es suficiente. El frío se ensaña conmigo como aquella noche. Las hojas caían y volaban lejos. Tan lejos que bajo los árboles no quedaba rastro de ellas. Una hoja vino flotando despacio, meciéndose en el aire y bastó que elevara una mano para atraparla. Seca, muerta, quedó entre mis manos. Al sentir que crujía al tacto y al saberla muerta, el miedo sacudió mi espalda. Luego, como si en la sacudida me deshiciera de él, el miedo desapareció.

—Sácame de aquí —le pido. Es como si en mis venas corriera hielo apenas derretido. El calor de sus manos se siente remoto, como en otro lugar, como en otro tiempo. Apenas tengo fuerzas para no caer. Me toma del brazo y me conduce a la salida. La música retumba en las paredes, en las ventanas, con violencia. Las parejas nos miran molestas cuando se sienten empujadas a nuestro paso.

Salimos de ahí. Parece que hubiera explotado pólvora en mis oídos. Aunque mi acompañante está junto a mí, escucho su voz como si se hubiera quedado adentro del salón de baile. Abre la puerta del auto y me acomoda en el asiento. Me hundo. No experimentaba esto desde la primera vez que me embriagué. Todo iba bien hasta que salí al fresco de aquella noche y el alcohol me aletargó. ¿Cómo pude perderme lo que siguió? Creo que nunca dejaré de lamentarlo.

—¿Es jazmín a lo que hueles?

—Sí —le digo y aspiro extasiada este aroma al que nunca supe resistirme. Entrecierro los ojos y presiento la mirada codiciando mi cuerpo. Son la luna y su luz, el jazmín y su aroma. Bastarían tres palabras o tal vez el silencio para que mi compañero quedara atrapado.

—Va contigo —me dice, y de momento no sé a qué se refiere. Lo miro intrigada y aclara-: El jazmín, va contigo. Así como huele, así te ves.

Nunca me lo han dicho o le he olvidado. No importa. Conduce suavemente. Acaricia mi rostro. Sus manos tendrían qué llegar a mis huesos para liberarme del frío.

—¿Adónde te llevo? —un brillo me regresa a la realidad. La luna me advierte del peligro. Ya no soy la de entonces.

—¿Quieres que te lleve a tu casa? —la luna es un leve resplandor sobre mis párpados. Murmuro algo y el auto cambia de rumbo.

—Espera —apenas reconozco mi voz—. ¿Adónde me llevas?

Menciona una calle y un número. No comprendo. Mi cerebro no funciona como antes, es tan lento. Debe sopesar datos, algunos de ellos agónicos. No sé cómo sobreviven aún

—Sí. Esa es la dirección —me pongo en guardia para no hablar de más. Quizás mi familia viva ahí todavía, no lo sé.

—¿Qué hora es? —mira su reloj y me la dice. La luna ya no brilla igual en las alturas. En poco tiempo no se verá más.

—Más rápido —la súplica sale apenas de mis labios. En otras condiciones llegaría sin ayuda. Por fortuna la casa de mis padres está cerca de ahí. Será fácil llegar.

Escucho una sirena que se aproxima. El miedo se desliza por mi espalda. Se hace tarde y el auto aminora la velocidad. Las luces roja y azul se detienen delante de nosotros.

—No te detengas —le digo, pero es inútil. El oficial lo llama a la patrulla y él baja. Discuten, no importa qué. Esta demora me llena de tierra las entrañas y la boca. Siento una sed profunda, desesperada. Enciendo las luces del auto y ellos se deslumbran. Así debí verme aquella noche, aunque el auto aquél no estaba quieto como éste. Apago las luces. Mi acompañante abre la puerta y entra.

—Listo —dice mientras pone en marcha el motor. El auto avanza dócil, casi llegamos. La luna cae con la madrugada. Aquella también era noche de luna llena.

Por fin. Estamos frente a la casa de mis padres.

—No bajes —le digo mientras intento sacarme la chamarra.

—Déjatela, mañana vengo por ella.

Mañana. No sabe de qué habla. Pronto amanecerá. Abro la reja con cuidado y digo adiós. Espero a que el ruido del motor desaparezca en la oscuridad y vuelvo a la calle. La casa está en silencio, como si todos estuvieran dormidos o ya nadie viviera en ella. De cualquier manera, yo ya no pertenezco a este lugar.

Me alejo aprisa, arropándome inútilmente en la chamarra. Sólo consigo aislarme en este frío encarnizado. Parece que anduviera vestida de hielo. Para librarme de él, tendría qué encender brasas adentro de mis huesos. Más allá del frío, es el miedo a sentirme desarmada. Como si todo aquello que me ha sido prestado estuviera por esfumarse y dejarme desnuda hasta los huesos, descubierta para siempre, y sin esperanzas. Por eso es este temblor sin control.

Llego a la barda. Miro la luna agonizante elevándome lenta hasta librar el obstáculo. Me posa en el suelo del panteón y me desampara. Una breve brisa esparce polvo en mis ojos. Casi llego. Escucho las quejas de los otros. Egoístas. Siempre enconchados en su propia paz. Me recuesto y me hundo. Ahora estoy a salvo. El frío está perdido. Siento polvo en los ojos, en la boca, corriendo por las venas. Descanso amparada en las tinieblas. Mas no estoy sola. Me acompaña este aroma irresistible de jazmines. La inútil chamarra ha quedado abandonada encima de mi lápida.

 

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