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El secreto de la felicidad

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El secreto de la felicidad

Àlex Soler Jover

Martín Brunet no se consideraba especialmente inteligente. Tampoco creía que los demás tuvieran una opinión diferente. De hecho, nunca había destacado en nada. Ni por arriba ni por abajo. De sus amigos de promoción no era ni mucho menos el que había llegado más lejos (Miguel Álvarez, alias “El Ministro”, ostentaba sin duda ese honor), pero tampoco era el peor (la competición por ese lugar estaba bastante más reñida).

Era lo que se suele considerar un tipo normal. La gente que lo conocía lo habría definido como “un buen hombre”. Por eso a Martín le resultaba tan extraño pensar que alguien tan normal como él pudiera haber descubierto algo tan importante: “El secreto de la felicidad”.

Mientras conducía su viejo SEAT Ibiza, como cada viernes, por la angulosa carretera que debía llevarle sin pérdida a su casa de la montaña no pudo evitar sonreir al recordar como el viernes anterior, conduciendo exactamente por el mismo lugar, esa idea tan increíble había acudido a su mente de la manera más simple. No fue ni mucho menos el resultado de una árdua investigación. Fue pura casualidad. Ni siquiera recordaba en qué estaba pensando cuando lo descubrió. Pero sí que recordaba el impacto que tuvo esa revelación en su cerebro. Al principio no fue más que un concepto, pero después de madurarlo toda la semana lo había convertido en un método infalible para conseguir la felicidad, al alcance de todo el mundo sin excepción y basado en 4 simples pasos que no deberían tomar más de una semana de tiempo. ¿Cómo algo que a primera vista parecía tan difícil de conseguir podía tener una solución tan fácil? Eso fue lo primero que pensó. Lo segundo fue “¿cómo es que nadie lo ha descubierto antes?”. Sobre este punto sí tenía alguna teoría. Había leído algunos libros que prometían ayudarte a ser feliz, y todos ellos se basaban en ideas vagas como “encontrar tu verdadera motivación” o “aprender a ser feliz con lo que ya tienes”. Pero su enfoque era totalmente revolucionario y basado en conceptos que a primera vista poco tenían que ver con la felicidad.

En cualquier caso, Martín tenía muy claro lo que pensaba hacer a continuación. En primer lugar se lo explicaría todo a su mujer, quién, lejos de imaginar nada fuera de la rutina de cada viernes, le estaría esperando en casa para pasar una tranquila velada. Confiaba en que pudieran comenzar el método el lunes mismo.

En segundo lugar, daría a conocer su descubrimiento al mundo entero. A decir verdad, ya había avanzado algo en este punto, ya que antes de salir de la oficina había escrito un correo electrónico al buzón de “Sugerencias” de la ONU, adelantándoles algún aspecto del tema. Pero como que dudaba de que ese buzón fuera a ser comprobado por nadie nunca, pensaba dirigirse a los medios de comunicación más importantes la semana siguiente.

Estos pensamientos se sucedían en su mente mientras seguía trazando las curvas que tan bien conocía. Martín volvió a sonreir pensando en lo irónico de la situación: él, de profesión inventor, con varias patentes que le reportaban suculentos beneficios, había conseguido la idea más brillante de la historia, pero no pensaba obtener ni un céntimo con su comercialización. ¿Por qué? Porque simplemente no tenía ningún sentido. En tan sólo una semana iba a convertirse en un hombre completamente feliz. ¿Para qué entonces necesitaría más dinero? Lo bueno de su sistema era que permitía a cualquier persona, fuera cuál fuese su situación económica, laboral o personal, convertirse en alguien plenamente satisfecho. Y era un método sin fronteras. Los habitantes de cualquier país, incluyendo todos los continentes, podían beneficiarse de él. Era, dejando la modestia aparte, la solución a buena parte de los problemas del mundo. ¡Y había salido de su pequeña cabeza!

Quedaban tan sólo unos kilómetros para llegar, pero la emoción pudo más que él y decidió llamar a su mujer por el teléfono móvil activando, eso sí, el sistema “manos libres”:

– ¡Hola cariño! – respondió ella -. ¿Dónde estás?

– Estoy llegando, pero quería decirte que tengo un sorpresa para ti. Una noticia que te va a dejar con la boca abierta.

– ¿En serio? ¿De que se trata? ¿Un nuevo invento?

– Más o menos. Ya te contaré. Pero pon una botella de cava en el congelador, ¿de acuerdo?

– De acuerdo, pero explícame algo más para que pueda…

La comunicación se cortó de repente. “¡Dichosos móviles!”, pensó Martín. Volvió a marcar el número pero no consiguió comunicar. No importaba, en seguida se lo podría explicar todo en persona.

Martín estaba exhultante. Giró la última curva esperando divisar a lo lejos las luces de la entrada de su casa, pero no fue eso lo que vio sino dos inmensos faros de camión que ocupaban toda la calzada y que se le tiraban encima a una velocidad de vértigo. Un segundo después, mientras caía con su coche por el precipicio que flanqueaba la carretera, dos pensamientos fugaces pasaron por su mente. El primero fue que “el secreto de la felicidad” estaba a punto de morir con él, y el segundo, todavía más terrorífico, fue la certeza de que alguien sí comprobaba el buzón de la ONU después de todo.

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