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La cantante de boleros

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La cantante de boleros

Carlos Enrique Freyre

 

Era el mismo tormento cabal de todos los días a las diez en punto de la noche. La voz se colaba por los vidrios impermeables de mi casa, invadía la sala, penetraba el comedor, alcanzaba las macetas, se cogía de las flores, se deslizaba por las paredes, por las baldosas lustrosas y enceradas, entraba a mi cuarto, se trepaba del oído y me cortaba la ilación de los titulares del noticiero nocturno. Se trataba de una voz de mujer muy dulce que cantaba los antiguos boleros de enamorado pobre que enarbolaron las ventoleras enormes de nuestros abuelos; de ésos que se niegan a morir por esta época estridente en que más que la letra es la bulla por la propia decadencia de las especie humana enrevesada en amores impíos. La primera vez, la voz me sorprendió bebiendo café sobre mi lecho y me curó disimuladamente la indignación de un pederasta libre por la determinación desnaturalizada de un juez sin hijos. Pero las pocas ganas de ponerme de pie fueron más fuertes que mi curiosidad, así que no me levanté a indagar sobre la procedencia de la voz misteriosa. La mujer siguió cantando todo un repertorio con la misma determinación de un artista afrontando un concierto público, hasta que el sueño me venció sin entender las noticias propaladas por los narradores de turno que se desvivían entre explicar las imágenes del otro lado del planeta y sobrevivir a las tandas comerciales. Al amanecer, no la escuché de nuevo. Por el contrario, me encontré con los grandes sonidos de la metrópoli desoladora cobrando vida nuevamente, como cada mañana desde que conozco el mundo.

Recién la tercera noche salté de mi cama, porque la cuarta canción no me permitió enterarme bien del último pugilato congresal. Mientras un furioso padre de la patria era contenido por una maraña de hombres a la fuerza yo escuchaba que “ansiedad, de tenerte en mis brazos”. Indignado, me dirigí al balcón, abrí la cortina de un tirón y me fijé en el horizonte próximo: las ventanas alineadas y las luces encendidas de los departamentos del frente. Había niños tristes esperando a sus padres, escenas cotidianas de familias actuando como familias y habitaciones a oscuras. En algunas otras se podía apreciar el ir y venir de inquilinos aislados dentro de sus casas. Pero no pude determinar de cual, entre el centenar de ventanas, procedía la voz de los boleros.

Salí del balcón hasta mi puerta y me dirigí a la casa contigua. Allí vivía un vecino gordo con el que solía coincidir a la hora de partir al trabajo en las mañanas. Incluso los domingos escuchaba sus alaridos de emergencia para controlar a su prole de tres hijos que amenazaban con demolerle el hogar. No conocía nada más de él. Le toqué el timbre y el hombre me abrió casi de inmediato envuelto en una bata azul marino con la cara de que porqué le toco a esa hora. Entonces, antes de increparme nada, le pregunté a boca de jarro si podía decirme de donde provenía la voz que cantaba.

– No oigo ninguna voz- me dijo – Debe estar desvariando –

Me quedé con los pies en el aire, flotando en una cerrazón de incertidumbre. Le pedí una disculpa a medias y opté por la retirada. La voz me siguió persiguiendo con “no existe un momento del día, en que pueda apartarme de ti” hasta dormirme. Un rayo de sol me despertó al otro día golpeándome las pupilas, nuevamente sin percibir el sonido agridulce de los boleros encantadores que no me dejaban vivir.

Dos semanas después pude precisar que la voz provenía del edificio celeste, ubicado en la diagonal izquierda del mío y en la ventana central del segundo piso. Ahora, no era que venía directamente hasta mi balcón, sino que salía de su lugar de origen, bajaba hasta la pista, seguía por una jardín rectilíneo hasta chocar con un poste de alumbrado público y por allí se encaramaba hasta llegar a la altura de mi balcón. Desde ese punto daba un brinco exacto, de tal forma que aterrizaba en una maceta de geranios, para luego penetrar a sus anchas en toda la casa hasta llegar a mis oídos.

Por eso, las noticias del mundo a las diez de la noche me eran una confusión musical de tal manera, que la última guerra petrolera de los gringos en medio oriente me sonaba como “amanecí otra vez, entre tus brazos” y los resultados del fútbol local eran como “tanto tiempo disfrutamos de este amor”. Desde mi balcón y por más que forzaba mi cuerpo como un contorsionista no podía observar a la mujer que cantaba al otro lado de la pista. Así que me conseguí un telescopio casero de segunda mano y esa misma noche apunté los cristales a la ventana del segundo piso. Descubrí, tremendamente sorprendido, que la mujer cantaba desnuda; andando de un lado al otro al compás de sus boleros a capela: calentaba su comida, acomodaba la ropa, lavaba los platos, discurría entre los enseres. No me causaba la excitación natural del morbo masculino; sino pura curiosidad, aquel punto brillante de su piel blanca paseándose inhibida bajo las bombillas eléctricas y el vértigo estacionario de sus senos mientras lanzaba sus letras al aire.

Estuve así por varios días. No hilvanaba una noticia y a la vez espiaba a la mujer desnuda cantando y haciendo lo que todo el mundo. Hasta que me propuse visitarla. Mi intención era en definitiva sanear mis interrogantes. Calculé cual podría ser la puerta correspondiente a la ventana de donde provenía la voz, y, sin mucho cavilar, un martes a las diez de la noche me planté frente al apartamento 204 del edificio. Estaba por tocar cuando me pregunté: ¿Y si me abre que le digo?. “Buenas noches señora, soy el vecino que todas las noches la espía mientras canta boleros sin ropa” O mejor: “¿vive aquí una señora que canta bonito como Dios la envió al mundo?”. Podría pensar que era un depravado; un enfermo de esos que pululan las calles, disfrazados por una máscara de buenas costumbres o un curioso sin miramientos. Estaba en ésas, cuando un hombre cualquiera apareció atravesando el pasadizo. Cuando cruzó por mi lado, no sé por qué razón, pero le pregunté:

– ¿Sabe usted quien vive aquí?-

– Nadie- me respondió. – Hace dos años y medio por lo menos que la casa 204 está vacía.

Otra vez el corazón me dio un mal salto. O un crujido. Bajé con dirección a la cantina del chino de la esquina y en medio de los alaridos de borrachos me confirmó lo de los dos años y medio. También lo aseveró una vecina del barrio y un bombero jubilado entregado al vicio del dominó consigo mismo. Pero la voz y las canciones seguían dándome en el tímpano y los narradores de noticias me eran una cuestión delirante con que “y si vivo cien años, cien años pienso en ti”. Decidí extirpar la duda y me planté resuelto otra vez frente al 204. Di tres toques muy breves y la puerta se abrió.

– Pase – escuché.

Empuje lo suficiente hasta introducir medio cuerpo en una sala como la de cualquier otra casa de clase media. Al fondo, como si nada pasara, la mujer desnuda había parado de cantar y con una mano en la cintura me preguntó que cosa quería.

– Sólo quiero saber si es usted quien canta boleros a las diez de la noche – atiné a decirle.

– Sí. Soy yo – respondió sin muchas ceremonias.

– Es que me dijeron que nadie vive aquí-

– ¡Cómo que nadie!-

Me quedé callado, satisfecho, contrariado, y, decidí a escapar agobiado por el sonrojo sinvergüenza. Pero la mujer siguió hablándome, desde su desnudez de ángel.

– Canto porque me gustan los boleros. Y porque cerca de aquí hay un hombre que ronca tan horriblemente que para soportarlo tengo elevar la voz. Imagínese, que fuera de mi vida.-

– La comprendo. Debe ser insoportable un vecino así. Hasta luego.-

-Hasta luego caballero. Y disculpe la facha. ¡Es que hace un calor este verano!-

Me acostumbré al martilleo de su voz endulzándome las huelgas nacionales, los accidentes de tránsito, el alza del costo de vida, los asaltos callejeros y las hecatombes por quítame estas pajas. Me acostumbré a espiarla de vez en cuando, sorprendiéndome al descubrir siempre algo nuevo en la textura de su cuerpo lozano a los treinta y no sé cuantos años seguramente. Me acostumbré a que “es que te has convertido, en parte de mi alma” mientras sus senos cortaban el aire sin reverencias. Me acostumbré finalmente a todo, haciendo el papel de quien se hace al dolor por una condena monótona y dulce a la vez, hasta que un buen día sin mayores presagios tocaron mi puerta y, al abrir, vi frente a mis ojos a la mismísima señora cantante de boleros.

– Hay algo extraño en todo esto- me dijo, antes de que le preguntara nada.

– ¿Por qué, señora? –

– Esta es la segunda vez que vengo por aquí. Y antes me dijeron también que nadie vive en esta casa desde hace tiempo-.

La garganta se me hizo un nudo que casi me estrangula.

– ¿Y sabe por qué he venido, hombre? – volvió a inquirirme.

– No tengo ni la menor idea. Si me lo pudiera explicar- le contesté.

– Porque es desde este lugar de donde parten los ronquidos que no me dejan vivir hace tiempo-

La miré a los ojos fijamente para tratar de descubrir si no me estaba mintiendo o de que no se trataba de un embuste monumental. Un viento suave entró por la ventana del balcón desde la calle y me tocó el cuello y se me escurrió entre las manos. El frío me hizo darme cuenta de que yo mismo estaba desnudo. Aspiré muy hondo, pues comencé a suponer que venían días complejos, de muchas revelaciones.

 

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