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La carne de los huesos

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La carne de los huesos

Carlos Nécker Santoro

Me avergüenza decir que he vivido dos ciclos. Los narraré, sólo en parte por eso, como si fuesen uno.

La conciencia se contagió al principio a través de la mirada. Los primeros que a ella despertaron miraron a los ojos e hicieron saber a los demás de la vergüenza. Tras breve tiempo éramos poco más que conciencia, vergüenza y esa pegajosa cobardía que aún nos tiene vivos. Uno de cada cien se suicidó entonces. Uno de cada mil se dejó morir de hambre.

Recuerdo la mirada de todos los demás: furtiva pero más humillante que cualquier inspección. El que entablaba mirada no tardaba en bajar ojos, avergonzado de ser correspondido. No resistíamos la curiosidad de mirar a ver quién o a ver cómo; y no resistíamos las pupilas del otro. Una vez reojé a un santo que giraba en la calle mirando a todos con ojos muy abiertos. Semanas después reconocí con rabia en su cadáver la sonrisa que prestaba a los valientes el suicidio.

Fueron pocos los que optaron por cubrirse la cara: nuestra vergüenza era tan profunda que se acrecentaba en el intento de ocultarla. Cundieron los sombreros y las gafas de sol; pero a quienes las usaban los mirábamos más porque nos sentíamos menos mirados por ellos, y las gafas oscuras fueron desapareciendo de las calles.

Benditos, los días de lluvia o nieve.

Sé que en las casas y en las oficinas los hombres empezaron a no hablarse para no mirarse; una silenciosa división de espacios y aperos se llevó a cabo en las haciendas y talleres, una repartición de propiedades y tareas fantasmagórica porque se acometió sin diálogo y se consumó con pocas discusiones.

Qué alivio cuando el que nos miraba era un niño.

No tardamos en carecer y pasar hambre. Recibimos con gratitud las primeras privaciones.

Una notable excepción fueron los filósofos. Ellos hicieron acopio de gentes, alcohol y palabras. Uno de ellos, en uno de los pocos cafés que no habían cerrado o de los que habían cerrado y reabierto, predicaba desvergüenza a una tertulia que apenas se atrevía a mirarse y a esbozar sonrisas.

Esto significa ser hombre. Estar metido en un cuerpo. Ser intensamente consciente de tu dolor o placer, ser incapaz de sufrir el sufrimiento ajeno. Esto significa ser hombre. Estar recluido en la individualidad y el egoísmo, desear miserablemente la vida, la propia vida en la misma catástrofe del universo. Esto significa ser hombre. Que conserve su sabor el chocolate robado a un niño hambriento. Esto significa ser hombre: llevar la cara despejada por la calle sin vergüenza de que ella proclame sed, codicia, vanidad y miedo. Esto significa ser hombre: vivir cada minuto con indiferencia al dolor cósmico y el infinito sufrimiento. Esto significa ser hombre. No maldecir al dios que nos metió en un cuerpo. Esto significa ser hombre. No sentirse culpable de ser de carne y hueso. ¡Esto significa ser hombre!

El paso de la constatación a la exhortación hacía sonreír a los más lúcidos, que luego cabizbajos pensaban por la calle: ser hombre significa ser lo bastante cobarde para serlo.

Sí, esto significa ser hombre fue toda una ideología. Invariablemente el barro de las calles incluía restos abochornados de los panfletos. Octavillas sobrevolaban las ceremonias roncas en que se maldecía al dios que nos hiciera carnales.

Por lo que sé no fueron los filósofos los que empezaron y poco tuvieron que ver con lo que vino luego. Cuando el hambre arreció y hubieron muerto los últimos ascetas, todo se transmutó. Si hubo transición la he olvidado. La barbarie alcanzó en una onda brutal hasta el último hombre. Lo sé y sé que entonces yo no fui el último.

Matamos y devoramos a los filósofos. Más tarde, cuando la ira cedió al hambre, ya no respetamos ese orden.

Aprendimos de nuevo la ferocidad del mirar a los ojos. Aprendimos a amedrentar al débil y a escapar del más fuerte. Nos arrebatamos el pan, y luego los harapos, y luego la carne si quedaba en los huesos.

Volvimos a ser desdichados y felices, por turnos o por turnos de tiempo.

Más tarde nos organizamos en bandadas y pueblos, y aprendimos a amar. Más tarde construimos ciudades y en esas ciudades, más tarde, bibliotecas. Y con el tiempo recordamos lo que significa ser hombres; las miradas, como las mariposas, polinizaron las almas de conciencia y vergüenza.

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