La promesa

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La promesa

Perla Guijarro

 

El sol emergía entre las montañas que rodeaban al pueblo. A lo lejos el aullido persistente de los perros rompió con la calma. Las nubes se tornaron negras de pronto y la neblina llegó de quién sabe dónde, para destruir el sosiego que había reinado en Segarra durante muchos años.

– ¿Ésta muerta?-preguntó lentamente; como si las palabras que arrastraba no estuvieran llenas de curiosidad.

– Eso parece- contestó el jefe de la policía, que había llegado hasta ahí guiado por los gritos. Movió el cuerpo de la joven con el pie.

– ¡Oiga, no haga eso!, ¿qué no es capaz de un poco de respeto?- le gritó él.

– En cuestiones como estas, ¡el respeto me importa un carajo!; además, ¿usted que chingados está haciendo aquí?

– Yo la encontré y; además, era su amigo.

– ¡Ahhh, entonces está usted detenido!

– ¿Detenido? ¡Pero está usted completamente loco!, ¿por qué quiere llevarme detenido?- dijo estupefacto.

– Pues porque usted es el principal sospechoso; estaba aquí cuando llegué y ; además, todo mundo sabe que un hombre y una mujer no pueden ser amigos.

– ¿Y eso qué tiene que ver, pretende detenerme sólo por esa estupidez?- replicó furioso.

– No, lo detengo también por estar jodiendo…

La noche cayó en las calles de Segarra acompañada con el sonido de los grillos y el rumor lejano del río que bordeaba el pueblo. Las casas con sus puertas cerradas parecían albergar pequeños y tranquilos mundos; sin embargo, tras de esas puertas se fraguaban historias que nada tenían de tranquilas.

– Dicen que fue el otro maestro el que la mató.

– La señora de la fonda escuchó cuando él le confesaba al jefe de la policía que eran amantes.

– A mi me dijeron que la mató porque estaba celoso del Doctor Martínez, ya ves que desde el mes pasado ella empezó a ir bien seguido a su casa, ¡que dizque porque estaba enferma!

– ¡Ja, se ha de ver ido a dar sus buenos revolcones con el Doctor!

Miró por la pequeña ventana que daba hacia la calle. Ahí adentro el calor era inimaginable y el olor lastimaba los ojos. Le parecía que la celda se volvía más pequeña y asfixiante conforme pasaba el tiempo.

– ¡Tú, arrímate pa’ca!- dijo el policía.

Aturdido, no se movió ni respondió.

– ¿Qué no estás oyendo cabrón?- gritó el uniformado.

– Yo no la mate- dijo de pronto.

– Entonces, ¿quién fue?

– ¡No sé, ya le dije que no sé!, éramos amigos; pero cuando llegue a la escuela ya estaba ahí tirada. Muerta.

– ¡Y a poco piensa que le voy a creer! Los chamacos dicen que cuando llegaron ella estaba tirada y que usted estaba ahí.

– ¿Y qué es lo que les estoy diciendo? ¡Llegué y estaba muerta! En eso llegaron mis alumnos, y fue cuando se armó el escándalo. ¡Usted está loco! ¡Esta empeñado en acusarme y todo porque no le caigo bien, yo no la mate!- gritó desesperado.

El policía le dio la espalda; él se dio cuenta de que ignoraba sus palabras. Intentó cambiar de actitud con el fin de intentar conseguir un arreglo.

– Disculpe si le he hablado de manera impropia; pero comprenda que mi situación es desesperante y pues, ¡no es para menos! Pero estoy seguro que esto se arreglará. Soy inocente y no me pueden culpar de algo que no hice.

– ¡Ja, ja!- rió estrepitosamente el policía- ¡a que maestrito tan ingenuo! ¿De cuándo acá no se puede culpar y encerrar a alguien que es inocente? ¿Pues en que país cree usted que vive? ¡No sea pendejo, si se me da mi gana puedo conseguir que lo manden a un reclusorio de esos de máxima seguridad, haber como le va ahí!, ¡ja, ja!- Se sentó mientras rascaba su grasienta calva- Ya mejor cállese no gaste saliva.

– Pero… ¡tengo derecho a un abogado!- la desesperación se apoderaba más de él.

– Puede que mañana venga el tinterillo del pueblo a ofrecerle sus servicios; eso sí usted le cae bien; sino, ¡ya se jodió!

Se dejó caer en un rincón de la celda sin importarle el desagradable olor que emanaba del piso. En su mente todo era confuso; el asesinato; las acusaciones; su amiga a la cual pudo ver la noche anterior cuando ella se dirigía a casa del Doctor.

– ¿Estás segura?- le dijo

– Completamente; ¡ella también está enamorada de mí!

– Pero, ¡está casada y uno de sus hijos es tú alumno!

– Por lo mismo, ¡tienes que jurarme que no le vas a decir a nadie; júrame que aunque sea cuestión de vida o muerte, no le vas a contar esto a nadie!

– Pero… es que- vaciló.

– ¡Por favor!, si esto se llega a saber su marido la puede matar a golpes, además el pobre niño también sufriría las consecuencias. Y lo más importante; piensa en mis padres, ellos crecieron aquí y si la gente se entera sufrirán mucho, ¡y eso no puedo soportarlo!.

– Esta bien, no le voy a contar a nadie, jamás; pero por favor, cuídate mucho; dicen que el Doctor es de armas tomar; he escuchado que ha balaceado a más de uno por poquedades; ¡imagínate si lo llega a descubrir!

– No te preocupes, seremos cuidadosas. Te prometo que nada va a pasarme.

La mañana lo sorprendió sin dormir, se sentía cansado y enfermo.

– ¿Por qué no cumpliste tu maldita promesa? ¡Me mentiste, dijiste que nada te pasaría!- murmuró cuando el tañido del campanario le avisó que la misa acababa y la procesión se dirigía al cementerio.

– Buenos días- interrumpió sus pensamientos un joven alto y desgarbado- Soy José Gutiérrez, vengo a ofrecerle mis servicios; soy abogado.

– Buenos días, sé quién es usted. Me alegra que viniera, ¡creí que ni siquiera me iban a dar la oportunidad de defenderme! Supongo que ya me conoce; soy Bruno Márquez, el maestro de la primaria.

– Entiendo, ¡en este mugre pueblo se hace lo que al jefe de la policía y al Presidente Municipal se le da la gana! Y sí, ya había oído hablar de usted. Mi hermana es su alumna.

No le respondió, se sentía demasiado cansado como para iniciar una plática que en nada ayudaría a su situación. El abogado pareció entender su silencio porque agregó:

– Dígame, usted que era tan amigo de la maestra, ¿Sabe de alguien que quisiera matarla?

– No- mintió- Laura no tenía problemas con nadie- dijo mientras imaginaba al Doctor en medio del salón de clases, disparándole a quemarropa a su amiga.

– ¿Está seguro?

– Sí- Mintió de nuevo.

La tarde cayó en Segarra. La plaza principal se fue vaciando; los perros se desaparecieron en los solares baldíos; disputándose a las únicas dos hembras de la cuadra.

Solo, en mitad de la celda, pensó en Laura; en su sonrisa perfecta y contagiosa; en sus ojos grandes –enormes de hecho-; en el olor que emanaba de su cuerpo; en la manera en que lo miraba cuando estaba triste. Recordó la tarde en que ella le confesó sus preferencias sexuales.

– Me gustan las mujeres, quizá por eso te adoro tanto; ¡porque compartimos los mismos gustos!

Ahora, al recordar aún sentía ese vacío en el estomago; esa rabia recorriéndole el cuerpo; los celos detenidos en sus puños; su voz temblorosa cuando preguntó:

– Y… ¿estás con alguien…? ¡es decir! , no sé cómo preguntar.

Ella sonrió con tranquilidad, como si entendiera su turbación.

– Aún no, pero creo que le gusto a la esposa del Doctor-contestó.

– ¿Y ella… a ti?

– Sí- dijo sonriéndole con complicidad.

Los mismos celos; la misma rabia de aquel día le revolvieron el estomago. En su mente se arremolinaron de nuevo las imágenes del día anterior: el Doctor saliendo de la primaria con un arma en la mano; ella tirada en el piso, desangrándose; con los mismos ojos de siempre; el mismo olor de siempre; sólo que… muerta.

– ¡Pendeja, estás muerta por pendeja, y yo soy más pendejo por cumplirle la promesa a una muerta!- dijo mientras golpeaba con su puño la pared.

La tarde cayó errante por las calles del pueblo. Las puertas se fueron cerrando una a una.

– ¡Te lo dije! Ya confesó que la mató porque eran amantes. Pos claro, ¿cuándo se ha visto que un hombre y una mujer pueden ser amigos?

 

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