La puerta

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La puerta

Matias. Olivares. Gazitua.

 

La muerte decía un niño, no poca cosa”…

La puerta se abrió, pero ellos no lo sabían. Los dolores se hicieron insoportables hasta callar en los momentos peligrosos. En toda su vida había experimentado cosa parecida, ni en su juventud cuando el inconsciente nos propone cada reto, con el riesgo evidente. Pero las cosas continuaron, y nadie más que su esposo aceptó el fuego devastador. En la quietud de la noche, su mirada vagó en el conjunto del techo, mientras un sonido vibrador salía y entraba de lo hondo de sus amígdalas desde la otra habitación. Detrás de sus pensamientos, resaltaba el tono café del arco de madera que a su esposa entonces le gustaba, y las cortinas que no venían en el juego, se acoplaban bastante bien. Al detenerse en las molduras, recordó que al día siguiente debía comprar pintura para darle la última pincelada a la pieza. Estaba casi listo. -Se dijo.- Después de tres semanas de escombros, avistaba el optimismo de una nueva casa. Pero otro silencio se apoderó, y las baldosas de la cocina quedaron sin crujir, también el inestable refrigerador dejó de temblar, el perro no encontró motivos para ladrar, y los silbidos ya no salieron de sus bocas. Vagos pensamientos caminaron por su mente y se topó con la imagen de un Cristo tallado en madera. ¡Dios mío!, -Susurró-. Un gran dolor lo obligó a recogerse. El miedo a morir estaba por venir, ocultarlo más, era imposible. El fuego lo consumía, y lo mantuvo aislado por unos momentos. Por vez primera se había prolongado más de lo habitual, pero el sueño se hizo cómplice y cubrió a los felices que dormían con nuevas ilusiones. Corrió las tapas y logró sentarse, frente al despertador. Eran las dos de la madrugada.

¿Dónde vas?, ¡Saltó la voz!

¡Al baño!

¿Te sientes mal?

¡No!, Sólo tomé mucho líquido.

De nuevo la calma se apropió de todo, y en toda la noche, no volvió hablar. En el espejo, notó su rostro consumido, como si hubiera laborado muchos años en una construcción, en fierro y soldadura, y rondas nocturnas sin juventud en cada sitio. Se quitó lo de arriba para notar si los dolores le habían causado marcas en la piel, pero sólo eran temores y cansancio. De un momento, se quedó contemplando las llagas del Cristo, y tembló al pensar que eso le pudiera ocurrir a fulano. El olor a pintura se mezcló en sus fosas nasales, tapó el desnudo con mantas de plumas de su esposa, y se acostó en silencio. De lado trató de dormir, aunque le dificultaba respirar. Al frente un adorno lo contempló con risita, un mensajero de alas doradas apoyaba su rostro en la palma derecha en actitud de pensamiento. En cierta forma imaginó que sería su compañero, o que estaría plagado de ellos, esperó que la hora avanzara pero el reposo no duró. Otro dolor arruinó su integridad, y ésta vez levantó las manos evitando la mácula en las sabanas. Sin que nadie lo advirtiera, se lavó a oscuras con la puerta cerrada y dejó salir toda la sangre amontonada entre sus dedos. So boca estaba tan amarga como el veneno, el agua fluía sin dificultad, y mientras se limpiaba, un calor siniestro envolvió su rostro, al salir después del baño se apoyó en el umbral. El perro comenzó a aullar sin que todavía llegase el amanecer. Más recuperado, enseguida sintió fuerzas para llegar a su pieza, pero optó por el verguer del living. Estando frente a la biblioteca, escuchó zancadas en el pasillo, y vio que alguien buscaba un refresco en la cocina. Cerró de manera inestable, y las baldosas retornaron al mismo crujido. Intrigado miró hacia el ventanal tratando de adivinar, pero por la oscuridad creyó que eran las cuatro. El niño reanudó el sueño por completo, y un hondo silbido asomó deslizándose por su cuerpo. Con poca luz, comenzó a observar unas fotografías de dos jóvenes que se amaban con gran pasión, y una singular mirada le decía que ella sería suya para siempre. Sus ojos eran bellos como la noche, la piel suave, la melena hasta el hombro como colas de caballo fino, y un escote que recuperaba la vista a los cegatones de su pueblo. Pero quién iba a creer, la imagen de un hombre alto y fornido de mirada inquietante sobre la antigua meza de centro, ahora auxiliado por el monumental sofá del escritorio, sufriendo escondido para no provocar otro infarto peor y más penoso. ¡Carlos!, ¡Carlos! -Entre sueños le gritó-. Luchó con sus piernas para avanzar, pero se había quedado enterrado en el sillón, y los codos ya no servían de apoyo.

-Su voz se extravió en la habitación del living, sus brazos pendieron como en la ahorca, y por oprimir tantas veces el estómago para impedir los gritos de dolor, quedó fatigado. Luego otra embestida lo dejó inconsciente. Su cuerpo se enroscó completamente, las piernas se plegaron hacia atrás y no hubo nadie que pudiera evitarlo. Al volver en sí, sus ojos observaron el amanecer del cielo azul plateado que ingresaba encima de los cojines de un pequeño sillón. Alegres silbidos de los arboles penetraron alegrando el paso de los transeúntes que temprano encaraban el frío en sus nasales soñolientas. Adentro unos bostezos se percibían, y continuaban durmiendo. Un dolor horrible comenzó oprimiéndole el cuello, el perro con ira se ensañó desde el patio durante el deceso. La respiración se cambió a ronquido, y la sangre no oxigenó el cerebro, sonó el despertador, eran las 6.AM…

La ropa quedó lista a los pies de la cama. El hervidor con agua limpia para el primer café temprano, las toallas esperando para ser usadas, y las loncheras para una larga jornada. De nuevo la campanilla del despertador remeció el silencio, miró al lado pero no hubo sorpresa, vistió la bata y se puso las zapatillas de levantarse para ir al baño. Lo que vio no podía aceptarlo, sus rostros dormían plácidamente y nadie se había dado cuenta. ¡Pero cómo se pudo olvidar de ellos!, ¡Vamos, levántense, niños!… Comenzó a dar órdenes y acción a la casa, pero extrañada no atinaba con claridad. El perro comenzó a rasguñar la puerta con la insistencia de un oso, hasta que logró la atención del hijo mayor que venía del baño. Corrió en dirección a la pieza pero, desvió hacia el living ladrando entre gemidos. Desde el comedor se escuchó un grito escalofriante que llenó la casa, y uno de ellos logró cubrir los ojos al más pequeño. En medio de llantos y lamentos, intentaron estrecharlo entre sus brazos, pero Max eufórico mostraba sus colmillos una y otra vez…, una y otra vez… una… y otra vez…

 

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