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Angeles de paso

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Angeles de Paso

Adriel Gómez

Hacía tiempo que el escritor Genaro del Río, no sentía esa oportuna conmoción: el impulso de correr a la máquina de escribir, de coger las cuartillas y garabatear la cascada de ideas que se le venía encima, con lápices, bolígrafos, rotuladores, lo que fuera…

Pero no lo hizo.

— ¿Por qué te detienes? —oyó la voz de ella.

Estaba suspendida en una esquina de la habitación, hermosa como siempre. Oscilaba, rutilante, como un hada, envuelta en la pureza del nimbo que anunciaba una gloria y felicidad constantes.

—Después de todo, el impulso no ha sido tan fuerte —dijo Genaro, intentando acerar el tono, como para disimular lo impresionado que estaba.

—Claro, he venido por otros motivos —contestó ella, sonriente.

— ¿Otros motivos? —Genaro frunció el entrecejo—. ¡Vamos! ¡Eres mi musa! Sé que soy de los pocos que tienen el don, no sólo de hablarte, sino incluso de verte.

—No se lo digas a nadie —advirtió ella—. Te tildarán de loco.

Y Genaro pensó en Vivian.

—Nadie lo sabe —mintió él porque había compartido aquel secreto con Vivian, mujer de hábiles desplazamientos en el universo del arte y la farándula. La había conocido en una exposición de artes plásticas que incluía un happening en el que, por la casualidad del sorteo, debieron compartir roles. Vivian se mostró desinhibida; él, tímido, pero dispuesto a asumir su papel. Y el happening terminó con un beso público —la idea giraba en torno al impacto del sexo libre en la sociedad actual—, sin más compromiso que el de una amistad duradera y ocasionales encuentros íntimos. Así, al menos, lo entendió Genaro, siempre necesitado de la soledad creativa.

—No trates de engañarme —dijo ella, desplazándose al rincón opuesto, donde estaba su escritorio. Desde su altura miró las cuartillas en blanco—. Has trabajado poco últimamente, Genaro —ahora hablaba con cierta ironía.

—No he podido contar con tu ayuda —aseveró él—. Lo peor pasa cuando no vienes. He sentido tu ausencia por un buen tiempo.

—Tú sabrás por qué —Genaro se encogió de hombros — ¡OH, sí! —Añadió la musa—. Ahora recuerdo… Las últimas semanas estuviste holgazán bajo la presión de ciertas circunstancias. Cuestiones de faldas, ¿no?

—Ah. Te refieres a Vivian

—Ésa se ha interpuesto entre tú y yo. Te roba tiempo y energía.

— ¿Y qué quieres que haga? Aquí abajo tenemos ciertas necesidades.

— ¿Ves? Admites que fuiste tú quien me dejó… por ella —ripostó la musa, elevándose—. No es mi culpa. Si quieres que te inspire, debes prestarme más atención, Genaro.

— ¡No te vayas! —él hizo un gesto de impaciencia—. En cuanto apareces empiezo a temblar ¡Me ayudas y me torturas tanto! Hasta me asfixias con el ánimo que aportas; y a veces te vas tan rápido que no tengo tiempo ni de atrapar las ideas —se detuvo para tomar aire—. Sin ti, no tengo vida. ¡Ah! Si pudiera apresarte… dejarías de ser un ángel de paso.

— Lo mismo le dices a ésa.

— Pero… tengo un trabajo pendiente.

— Yo también —señaló, enfática, la musa—. ¿Crees que eres el único que debo atender? ¿Piensas que eres el único que… puedes verme?

El rostro de Genaro se contrajo.

―Bueno, usas guzla y no lira. Así que no es amplio tu registro y por eso muchos no te prefieren,

―Aún así. Tengo dónde escoger ―dijo ella, afirmativa.

— ¿Hay alguien más? ―interrogó él, inquieto.

— Pues… sí. Un pintor.

Genaro pensó en Rivas, el artista del piso bajo.

— Ése sí que me llama todos los días —prosiguió ella—. Reconoce todos mis esfuerzos. No puedo negarlo: me siento plena con él. ¡Qué cuadros, cómo pinta, qué destreza! Su última obra es un retrato mío.

—Precisamente —insistió Genaro—. Tengo que resolver un asunto importante, un compromiso…

—Ya sabes lo que tienes que hacer —cortó ella con extraña aspereza—. Te daré una última oportunidad —dijo después con su suavidad acostumbrada—. Ahora, me voy.

Cuando la vio esfumarse, Genaro se echó, hosco, en su butacón.

II

Así encontró Vivian a Genaro del Río: los brazos cruzados sobre el pecho, los labios deformes por una mueca. La mirada casi perdida.

― ¿Y a ti qué te pasa?

―Nada ―contestó él.

Ella lo besó. Pero la caricia no consiguió romper el hielo de aquella evidente preocupación; Vivian se hizo la desentendida y siguió hablando:

―Vengo del estudio de Rivas. ¡Caramba, cariño! ¡Qué inspirado lo vi cuando me iba! No paró de preguntarme si habías terminado las palabras de su catálogo. Mira, que si logra vender todos sus cuadros compartirá contigo una parte de la ganga. Para eso hay que convencer a los galeristas y al público, y qué otra forma de hacerlo si no es con un buen discurso.

Vivian se detuvo. Genaro continuaba silencioso, demasiado reconcentrado para su gusto. Es más, ¡nunca lo había visto así!

Volvió a preguntarle qué pasaba.

―Vamos, cuéntame ―insistió. Pasó el brazo de él tras la nuca de ella en un abrazo forzado―. A mí puedes decírmelo todo.

―Bueno. Ella estuvo aquí otra vez.

Vivian no necesitó que especificara de quién se trataba. Él siempre identificaba a la musa de aquella manera.

― ¿Y bien? ―preguntó Vivian―. Deberías estar contento.

―Amenazó con irse para siempre.

Y Genaro le contó lo que había pasado mientras veía a su compañera separarse de él, poco a poco, hasta que se puso de pie.

―De manera que soy la culpable… ¿Me cambiarías por una bocanada de aire con voz propia? ―dijo, tratando de resumir su despecho con una pregunta.

―No, por nada del mundo te cambiaría. Tú eres mi ángel también. Pero… yo necesito ese “aire”, para respirar y vivir; sobre todo ahora, con este asunto de Rivas.

―Entonces… Yo soy otro ángel de paso.

Geraro no tuvo más remedio; asintió débilmente.

―Eres muy posesiva ―dijo a manera de argumento.

―Y te gusta ―afirmó, convencida, Vivian. Nerviosa, se la veía ir de un lado a otro―. Está bien. Sabía que nunca te casarías conmigo. Te distraigo, te estorbo… Pero este asunto de Rivas lo resolvemos ya.

― ¿Cómo? ―preguntó él, cada vez más confundido―. ¿Me abandonas?

―No; yo te quiero… La doña musa tiene su debilidad.

Se acercó a un escritorio. De una gaveta sacó una agenda, desprendió un papel y cogió un bolígrafo.

Genaro sabía que ella, la musa, tenía una extraña capacidad para iluminar a los mancos de talento con ráfagas espontáneas y fugaces. Por eso dijo:

—No la dejaré intervenir si la veo.

―No necesitarás rogarle que se quede.

Respondió Vivian y se puso a escribir.

III

Una confluencia de placeres guiaba las manos de Rivas. La energía que emanaba de su esfuerzo, el ver cómo iba surgiendo la pintura de acuerdo con el primer boceto, eran deleites supremos. Pero había otros. Conversar con ella, por ejemplo.

―Gracias por tu ayuda ―le dijo.

―Cuenta conmigo cuando quieras ―contestó la musa―. Tienes cierta predisposición creativa que puedo inflamar apenas con una toque de la cuerda ―y pulsó levemente su guzla.

Pero hubo de repente un ruido de pasos en el pasillo. Al volverse, Riva descubrió una sombra que se movía fugaz en los resquicios de la puerta. Tocaron. Él dejó el pincel junto con los tubos, un tanto molesto por la interrupción. La musa había desaparecido.

Abrió para descubrir el corredor desierto. Lanzó una blasfemia. Ya se disponía a cerrar cuando advirtió en el suelo un sobre cerrado. Rivas entró en su apartamento mientras hurgaba en su contenido. Una voz conocida parecía hablarle desde la carta, cuidadosamente plegada y perfumada:

“Te espero dentro de una hora en el bar de la calle 21. Tenemos que hablar de cuestiones importantes

Vivian

PD: ¿Podrías mandar a la musa de paseo por esta noche?”

Rivas se pellizcó. Hacía tiempo que deseaba recibir esas líneas. Y sin preguntarse qué pudo haberlas inspirado, se dijo que tal vez no hacía falta una noche; quizás bastarían tres o cuatro horas…

Dejó la carta en la mesa auxiliar, junto a pinceles y pinturas y fue al cuarto a cambiarse de ropas.

Oyéndolo silbar una melodía romántica, suspendida en su halo de gloria, la musa observaba la carta con líneas que le olían a traición.

IV

Al dirigirse al bar, apresurando el paso bajo los primeros atisbos de una llovizna, Rivas no cesaba de pensar en la conversación que sostuvo con la musa, en las afueras del edificio.

― ¿De veras me mandarás a la porra? ―preguntaba ella, anhelante.―. ¡No tendrás tiempo de terminar mi retrato si te reúnes con esa!

Y él suspiraba, como si intentara librarse de una carga.

―Será sólo por un par de horas. En seguida vuelvo y estoy contigo ―gesticuló vivamente―. Llevo demasiado tiempo trabajando en el taller.

―Comprendo ―ahora había cierta pena en la entonación de la musa―.Estás aburrido de mi.

―No. Es que tengo que respirar otros aires… Entiéndeme. Eres mi ángel.

― ¡Bah! Ustedes los artistas dicen todos lo mismo.

―Hay cosas importantes que discutir y que no te conciernen ―Rivas hizo una pausa― directamente― agregó.

Ya había echado a andar cuando lo detuvo otra vez la vibrante voz de ella:

― ¿Y qué puedo hacer mientras?

El miró el apartamento iluminado, cuatro pisos más arriba.

― Tal vez deberías darle otra vuelta a nuestro vecino ―propuso con picaresca sonrisa―. Debe estar extrañándote.

Al fin, ella lo vio alejarse con la misma melodía agitándole los labios.

V

Pronto llegó Rivas al bar de la calle 21. Vivian lo esperaba sentada en una de las pocas mesas junto a la barra cargada de hombres solitarios que no paraban de piropearla y lanzarle miradas ardientes. Se callaron en cuanto lo vieron aparecer y se dedicaron a llenar de humo el local, fumando desaforadamente. Rivas se sintió cohibido. Había mucha gente en el lugar.

Vivian también se había cambiado de ropas. Llevaba un vestido minifalda, ajustado al cuerpo y de escote bajo. Rivas sintió que se le aceleraba el pulso al entrever lo macizo e senos y muslos.

La musa quedó instantáneamente en el olvido, después de los saludos de rigor, de unos besos sonoros en las mejillas, unos tragos de coñac reforzados con una tanda de whisky, y la inevitable conversación:

―¿Qué querías decirme?

― Ustedes los artitas son tan difíciles de convencer ―dijo Vivian con evasiva desesperanza.

―Que no te dé vergüenza ―afirmó él, ahora expectante.

―Más bien, yo lo que le deseaba era pedirte un favor ―dijo Vivian pestañeando con fingido aire inocente.

―¿Cuál? ―volvió a interrogar Rivas, combustionando de deseo.

―La exposición ―señaló ella, decidida―. Debes hablar con el galerista. En vez de inaugurarla pasado mañana, como estaba previsto, déjala para la próxima semana.

― ¿Por qué?

―Para ayudar a Genaro ―Vivian cruzó las piernas. La falda se corrió hasta más arriba de los muslos―. Tienes que darle tiempo a terminar las palabras del catálogo al que, por cierto ―y aquí uno de sus finos dedos buscó posarse en la barbilla de él para luego retirarse en un gesto de fugaz halago―, también hay que otorgarle un plazo para la impresión, ¿no crees?

Rivas se sumió en un profundo silencio.

Parecía no oír nada, excepto la voz de Vivian:

― ¿Podrías hacerlo?… ¿Por mí?

―Lo que tú digas ―contestó, maquinalmente, el pintor.

Ella acarició sus cabellos.

―Te ves cansado ―dijo―.Reposa a partir de mañana.

―Quisiera poder compartir más contigo.

―No esta noche ―dijo Vivian, empinándose un último trago y poniéndose de pie―.Seguro quieres terminar algún trabajo.

Rivas recordó a la musa, el retrato inconcluso en su estudio.

Afuera se sentía el tintineo de la lluvia en los cristales. No iba a regresar tan pronto como supuso.

VI

Genaro del Río había insertado una cuartilla en blanco en su máquina de escribir. Una vez más pudo ver a la musa en el mismo rincón donde ella había estado esa mañana; y sintió mover otra vez sus labios al impulso de la gloriosa sonrisa esbozada.

Tecleó las primeras palabras:

“Esta exposición está alentada por el misterio de los Ángeles de paso”…

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