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El ultimo homenaje al sol

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El ùltimo homenaje al Sol

Javier Cotillo (JACO)

El Sol se alistaba para dormir en el horizonte. El viento fresco jugaba su última partida con el ichu antes de retirarse a los contrafuertes andinos cortando el paisaje con su monótono silbido. En las alturas, la nube formaba caprichosas figuras, las que viajaban perezosamente sin saber a donde. Algunas aves silvestres, pasaban revista sobre los huevos de su nido, removiéndolos con el pico antes de incubarlos como modo de asegurar el calor necesario para sus pichones en formación. Al pie de la quebrada, los cerros se entrecruzaban para embotellar a las aguas de la laguna. El espejo de agua duplicaba al paisaje con asombrosa facilidad. A lo lejos, un solitario colibrí se afanaba por llenar el buche con el néctar que aún quedaban en las flores, que para entonces, dicen los abuelos, todas eran necesariamente blancas, como copos de nieve.

En una hondonada del cerro, una delgada tira de humo señalaba la fogata y la presencia de alguien que sabía protegerse del frío. Era un poeta-pintor que alistaba con esmero los implementos de su arte, decidido a plasmar los últimos instantes del Sol, por lo que esperaba el momento preciso para iniciar su trabajo.

Mientras disfrutaba el final de su sabroso café, tenía pegada la miraba sobre el colibrí que hacía piruetas alrededor de aromáticas azucenas. Inesperadamente, como salida de la nada, una enorme águila se precipitó sobre el pajarillo. La depredadora tenía el pico curvo y las plumas negras, las que contrastaban con las plumas claras de su cabeza y cola. Sus fornidas patas manipularon con destreza a sus arqueadas uñas con intención de asir al colibrí.

En fracción de segundo, la mente del pintor adelantó lo inevitable y vio, antes que sucediera, cómo las uñas de la cazadora destrozaban el pecho de la víctima como si fuera una frágil pompa de jabón. Pero, contra todo pronóstico, el colibrí, sin el menor respeto, hizo una veloz cabriola hacia un costado, dejando fuera de distancia a su agresora, quien se precipitó al vacío sin pena ni gloria; pero sus potentes alas recuperaron el dominio del espacio para reiniciar su ofensiva. Nuevamente, el colibrí, con inaudita velocidad, se puso al otro lado, como jugando o, lo que es peor, como menospreciando la lentitud de la atacante. Esta escena se repitió muchas veces. Por un lado, el colibrí, aleteando más veloz que el viento y, por el otro, el águila retomando su arremetida, cada vez más furiosa. ¡Pero…, nada! Le resultaba imposible cazar al diminuto picaflor, porque éste, aprovechando su raudo vuelo, se disolvía en el aire haciéndose transparente. Finalmente la víctima se rebeló, aburrida de ese mortífero juego decidió contraatacar usando como armas su alargado pico y su gran velocidad. Lo que se vio después sólo puede ser imaginada en la fantasía. El colibrí, como un avión caza, empezó a picotear los ojos del águila, cuantas veces quiso, obligándola a huir alitas para qué te quiero. Verlos…, de lejos eran: un jet persiguiendo a un BOMBARDERO.

Preñado de admiración, el poeta-pintor, empezó a hablar consigo mismo: “Desde niño —dijo— quise ser un colibrí. Siempre admiré su desconcertante agilidad. Pretendí explicarme, cómo hace este diminuto pajarillo para pararse en el aire sin moverse… moviéndose. Cómo agita sus alas, más veloz que el viento, hasta hacerlas desaparecer a la vista sin que desaparezcan. Por eso quise y quiero ser un colibrí. Un hermoso colibrí de pico alargado que se enraíza en esa minúscula cabecita, exhibiendo ojitos inteligentes y dinámicos. Quise, y quiero todavía, tener como ropaje ese misterioso manto de plumas tornasoladas y centellantes, capaces de lanzar al viendo sus alegres matices, para reflejar de incontables maneras a los rayos del sol”.

Hizo una pausa para no perderse otra pirueta de la avecilla, y continuó su monólogo: “Quiero volar por el universo para comunicarme con todos y regalarles los manjares de su imaginación. Qué hermoso sería unir a la gente por ser personas y no por sus riquezas ni por sus miserias. Todavía quiero ser un lindo colibrí para dibujar sobre el aire sentimientos de paz y hermandad, y porque abanicando mis alas podría hacer desaparecer las diferencias sociales para abrazarnos alrededor de la amistad y reconocernos como personas del mundo; es decir, como hermanos del mundo. Tengo la esperanza. La tengo y la tendré incluso después de muerto, para unir a la gente en un solo corazón de amor, sin importar si están en el Cielo, el Purgatorio o el Infierno”.

Ahora el Sol llegó al punto ideal. El artista, enamorado de los paisajes andinos, tomó su pincel como un consumado director de orquesta y apuró en su lienzo los detalles de ese ocaso singular. El rojo intenso del firmamento contrastaba con su diminuta figura que enfundaba a un cuerpo escuálido metido en su saco y su raído mandil, sobremanchado de mil colores. Su crecido mentón prolongaba a su antojo la exagerada barba dando argumento a sus ávidos ojos que devoraban, con enorme deleite, a ese instante del firmamento.

Como es de suponer, el poeta-pintor privilegiaba al rojo que se deslizaba, goloso, sobre la tela. Rojo por aquí y más acá. El rojo tragaba al pincel enraizándose en el lienzo, bañando a la tela y mordiendo al bastidor.

Rojo; más rojo, antes que se esconda este paisaje devorado por la noche. Por favor, rumiaba con desesperación sólo para sí…, más rojo, ¡es preciso más rojo! Su pincel se meneaba al ritmo de su éxtasis, imparable, indomable. Pero el rojo se acabó antes de tiempo; entonces el artista, endiosado por el paisaje y engatusado de pasión, con extraño arrebato, tomó presto su navaja y de un tajo voló su mano derecha. En ese instante, todos los músculos, los huesos, las arterias, y en suma, la genialidad y el espíritu del artista se convirtieron en pintura roja, y, con el muñón sangrante, siguió pintando… y… pintando su original visión.

Cuando el crepúsculo tragó al Sol, en un caballete cualquiera quedó grabado, para siempre, el exquisito misterio de aquel anochecer andino. Al pie, agonizaba el escuálido cuerpo de un pintor que compartió su locura con la literatura.

En ese momento… y contra todo pronóstico, conmovido por tamaña idolatría, el astro rey volvió a salir para rendir homenaje a su pintor… Fue la única vez que el día amaneció dos veces: por el Este y por el Oeste. Durante ese misterio, el corazón del poeta-pintor se convirtió en un lindo colibrí, pero el Sol perdió su brillo.

Desde aquella ocasión, el picaflor, usando sus alas como pincel, trabaja pintando a las flores del mundo desde el amanecer hasta el anochecer, como ofreció cuando tenía forma humana y, según dicen los que han visto, también la sangre del artista baña a todos los crepúsculos de la tierra cuando el Sol se va a dormir.

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